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Los españoles tenemos la culpa. Ya sé
que, como nación, somos expertos en hallar responsables externos de todo lo
malo que nos sucede. Quizás sea por eso que una parte de nuestro legado a los
países hispanoamericanos (eso de “latinoamericano” siempre me pareció ridículo)
es haber dejado implantado en ellos ese fatalismo que, en realidad, no deja de
ser excusa de mal perdedor y que empuja a buena parte de los ciudadanos de
aquellos países a repetir durante todas sus vidas que las desgracias de sus
naciones se deben a la maldad de España primero, y a la envidia y la soberbia
de los Estados unidos después.
Nosotros, como ellos, no vemos la
realidad ni aunque nos la pongan a escasos centímetros de nuestras narices.
Nosotros, como pueblo español. Porque los escasos individuos que sí tratamos de
ver, comprender y redirigir esa realidad de fatalismo y complejo hacia una
nueva dirección, somos a menudo tachados de antiespañoles y de toda una suerte
de descalificativos que, dependiendo de qué lado provengan, varían desde el
fachismo más rancio o el comunismo más alienante, hasta el masonismo más
anticristiano y el sionismo más alucinante.
Pero nosotros tenemos la culpa. Sin
matices, sin excusas y sin tonterías que valgan. Ayer escribí en Facebook un
breve comentario en apoyo a Viktor Orban, presidente de Hungría. No lo hice por
afinidad política. Lo hice porque, tiene tela la cosa, el presidente de una
nación modesta como Hungría nos está dando lecciones a los que, viviendo de
rentas históricas de gran imperio y heroicidades (que las hubo y yo no las negaré jamás) vivimos anclados en un pasado que ya no
volverá y que reclamamos una grandeza para nuestra nación que hoy no merecemos
ni estamos dispuestos a conseguir.
Orban declaró a George Soros, enemigo
confeso de la civilización occidental y dueño de no pocos parlamentarios
europeos y políticos de diferentes naciones de la UE, como persona non grata en
Hungría. Y no contento con ello, impidió varias iniciativas que el multimillonario
quería promover en territorio húngaro. Porque a Orban, a su gobierno, a su
partido y a una gran parte de la ciudadanía húngara les importa un pimiento que
el mundo progresista conformado por políticos, empresarios y medios de
comunicación les califique a diario de ultranacionalistas y ultraderechistas
por el pecado de no querer aceptar las políticas antisociales de Soros a cambio
de recibir financiación y apoyo de organismos internacionales. Hungría sabe que
ése es un precio que debe pagar si quiere defender su soberanía. Un precio que
no se atreven a afrontar otras naciones, como Alemania y Suecia, que miran para
hacia otro lado mientras barrios enteros de sus ciudades se islamizan y su
sociedad se quiebra bajo el peso y la censura de la ideología de género.
En España, un país tan adelantado y
tan del primer mundo que hasta se deja invadir por una inmigración ilegal en
muchos casos violenta, a la que financiamos muy generosamente con nuestros
impuestos, mientras dejamos que cientos de miles de ancianos pasen necesidad
porque “no hay dinero” para aumentar sus pensiones, no encontramos un solo
político con los arrestos necesarios para defender nuestra nación de
injerencias externas provenientes de países de los que se supone que son
nuestros aliados.
Si nos limitamos exclusivamente a
nuestro reciente periodo supuestamente democrático, recordaremos que hemos
tenido un partido socialista en la era felipista que recibió dinero de la
Alemania occidental a cambio de preparar España para la llegada de las empresas
y marcas alemanas que vendían aquí sus productos bajo unas leyes de competencia
que solían favorecerlas frente a otros competidores que ofrecían productos más
modernos y competitivos. O el pelotazo que engordó los patrimonios de no pocos
políticos, en su mayoría socialistas, cuando se adjudicó la compra de los
trenes AVE a la compañía francesa fabricante del TGV, desdeñando la oferta
japonesa, más racional económicamente y con máquinas más equipadas y veloces. La
excusa fue el intercambio de trenes a cambio del desmantelamiento de la infraestructura
francesa de ETA; pero el trasfondo real era el económico de mano egipcia que,
entre otros, algunos futuros presidentes de comunidades autónomas aplicaban
habitualmente valiéndose de sus puestos de influencia.
En los últimos días ha vuelto a suceder.
Emmanuel Macron, uno de los soplagaitas franceses de mayor responsabilidad en
su país, se ha permitido amenazar, es decir, a tratar de interferir, en las
políticas de Ciudadanos y sus pactos para la constitución de gobiernos
municipales y autonómicos, además del nacional. Aunque el injerto francés ya lo
teníamos hecho desde hace meses, dada la ocurrencia de Albert Rivera de traer a
Barcelona a otro soplagaitas francés como Valls, masón y seguidor y lacayo de
Soros, para vendérnoslo como alcalde de Barcelona, parece que el globalismo
mundial, sección europea, necesita asegurarse sus objetivos en España y para
ello saca al escenario a otro de sus guiñoles, Macron, presidente a la sazón de
la República Francesa, también masón reconocido, y odiador oficial de Marine Le
Pen.
La amenaza de Macron contra Rivera
ayer mismo, 14 de junio, fue advertir de ruptura de relaciones si Ciudadanos se
aviene a pactar con Vox en cualquier término para conseguir incluso la más
pequeña alcaldía. ¿Es una amenaza real? ¿Es teatro?, Sea cual sea el resultado,
la realidad tras el escenario seguirá siendo la misma. Tanto Macron, como Valls, como Rivera tienen el mismo dueño
ideológico. Y si alguien lo pone en duda, que abra los ojos y que examine con
detenimiento, aunque esto le suponga dejar de ver Sálvame y Supervivientes
durante un rato, cuales son las propuestas de cada uno en economía, en política
social y en ideología de género. Aun así, lo que no es de recibo; lo que debería provocar una protesta
institucional en toda regla, es que todo un presidente francés se permita intervenir
descaradamente en el funcionamiento de un partido político español, y sin
ningún disimulo.
Una protesta institucional que, si
hablamos de intervencionismo de otros estados en nuestra nación, debería
extenderse y ampliar sus medidas contra el Estado Vaticano y su descarada
injerencia en la soberanía territorial española.
Aquí la gente se queja de Gibraltar
cuando se acuerda, o cuando toca exacerbar el asunto para desviar la atención
de otros problemas más importantes. Pero parece que nadie ha caído en la cuenta
de que la Iglesia Católica, que a la vez es un estado reconocido, con
territorio, soberanía, cuerpo diplomático, instituciones, y servicio de
inteligencia propios, tiene a no pocos de sus representantes apoyando la
independencia de Cataluña y de las Vascongadas así como a sus independentistas
y terroristas desde parroquias, púlpitos, iglesias y monasterios.
¿No hay autoridad española que ponga
al vaticano en el sitio que le corresponde? ¿No hay juez que se atreva a
imputar a obispos y sacerdotes que protegieron y protegen a los movimientos
antiespañoles que ha expoliado nuestra economía o asesinado a nuestros
paisanos? ¿No merecerían cárcel los párrocos vascos que escondían a etarras
buscados por la justicia, o que han dado cobertura a corruptos y ladrones desde
sus abadías e iglesias catalanas?
Hay otros muchos ejemplos de injerencias
extranjeras en España. Y todas ellas son un problema. Pero parte de la raíz de
todo ello es que España no se defiende porque tiene una clase gobernante y
política más dedicada a sus propios intereses y una ciudadanía educada en la
ausencia de valores individuales de esfuerzo e independencia personal frente al
colectivismo y a los partidos políticos y sus gobernantes, jueces, y
funcionarios corruptos. Los que tratamos de conducirnos por esos valores, somos
catalogados como “antisistemas” o “disidentes” y automáticamente relegados al
cajón de los fachas, de los rojos, de los masones o de los sionistas,
dependiendo de corrupto que nos insulta o del cobarde que nos ignora.
Pero la realidad es que la culpa de
que semejantes ataques a nuestra soberanía tengan cierto o mucho éxito es
nuestra culpa como pueblo. Porque no reconocemos nuestra responsabilidad al no
defender nuestra nación, ni nuestra dejadez al no reconocer nuestros fallos.
Preferimos seguir viviendo de esas rentas históricas de las que la izquierda
española se avergüenza y a las que la derecha mitifica. Y no voy a pedir que le
quitemos un ápice de valor, gallardía y hombría a Blas de Lezo ni a Agustina de
Aragón, pero reconozcamos que en muchas ocasiones también nos hubiera hecho
falta mucho más Torrijos, Cánovas y Clara Campoamor, y mucho menos Fernando
VII, Tejero y Juan Carlos I.
Nosotros tenemos la culpa. Elegimos a
nuestros nefastos políticos, nos denigramos como nación y nos mostramos débiles
ante el mundo. Y no tenemos excusa.
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