Gracias a Don Andrés, José
Enrique Carrero-Blanco Martínez-Hombre, Javier, Javier Solera, Nómadas y
Samueldl por participar con sus opiniones en el post anterior. A ellos
especialmente está dedicada esta reflexión que yo necesitaba vivamente plasmar
en esta web. Y gracias de antemano a cualquier visitante que también desee
participar, con respeto, en este debate.
Por primera vez en varios años he
tenido que dejar de publicar en el blog durante una semana. Semana que ha sido
bastante intensa en algunos aspectos, dejándome poco tiempo para ciertas
actividades.
Al hilo del último post, en el
que planteaba los dos aspectos que más me preocupan sobre la prohibición de las
corridas de toros en Cataluña: el maltrato animal en innumerables tradiciones y
festividades españolas, y mi convencimiento sobre el verdadero fondo de esta
prohibición, que no es otro que erradicar una costumbre española fuera de ese
“país” que los independentistas catalanes pretenden construir.
Parece que, en cuanto a la
implicación política de esta iniciativa antitaurina, hay unanimidad. Tanto más
que resulta muy sospechoso que se haya votado a favor de ilegalizar las
corridas, pero nada se ha dicho sobre otras fiestas donde el toro se usa como
un juguete al que poner fuego encima, patear y servir de chanza para un
populacho bebido y ansioso de dar rienda suelta a su embrutecimiento.
Sin embargo, los diferentes
comentarios en el blog, así como otros que he escuchado durante esta semana, me
llevan a reflexionar sobre la libertad, sus límites y su uso correcto o
incorrecto a la hora de defender ideas, costumbres y tradiciones.
Por ejemplo:
Uno de los argumentos que más me
ha decepcionado, y que oigo desde hace años, es el que defiende las corridas de
toros recordando, sin relación real, otras prácticas abusivas y crueles con
animales. Durante esta semana leí un artículo escrito por una colaboradora de
Carlos Herrera, a la que tengo por mujer inteligente, en el que presenta un
infantil ejercicio del y tú
más, más propio de gente sin recursos que de personas preparadas. Escribe
sobre la tortura que supone para las ocas, y otras aves, el que de su hígado
vayamos a comer foie-gras. Después se extiende sobre la matanza del cerdo y
otros aspectos festivos y culinarios españoles.
Precisamente, es por este tipo de
cosas que yo pretendo enseñar a mi hija que, ante un problema, la mejor
garantía para no solucionarlo es comenzar a hablar de otros problemas similares
y recrearse en ellos. Hace muchos años le expliqué el ejemplo de la mesa que
cojea. Es necesario arreglarla, si uno quiere comer en ella con comodidad y sin
riesgo de sufrir algún percance. ¿Qué es mejor? ¿Qué solucionará el problema?
Arreglar la pata deteriorada de dicha mesa, o lamentarnos y justificarnos en
que hay también sillas cojas, que un armario tiene una de sus puertas rotas o
que el grifo del baño pierde agua?
Habitualmente, el español se
pierde en mirar, quejarse o justificarse en los defectos de otros muebles, de
modo que pasan los años (y los siglos) y la mesa sigue coja y el español
mantiene sus quejas. ¿Qué tiene que ver, o en qué puede ayudar, el hecho de que algunos alimentos se obtengan con el
sufrimiento animal, para reconocer que lo que para algunos es arte finaliza
invariablemente con la muerte, no siempre rápida, de un ensangrentado animal al
que, previamente, se le ha sometido a otros suplicios? ¿Es que hablar de las
sillas cojas o del grifo con gotera arreglará la pata deteriorada de la mesa?
Sobre otro de los planteamientos
del artículo de Rosana Güiza, en el que defiende el sufrimiento del toro
poniéndolo en paralelo con que hasta el hombre sufre cuando muere, solo diré
que me parece aberrante justificar mediante el propio sufrimiento, el derecho a
infringir sufrimiento y dolor a otros seres. El hombre también goza en esta
vida. Con una película, una buena comida, con el amor, con un paisaje… Llevemos
entonces a un toro a una sala de cine, a un buen restaurante y a un crucero por
las islas griegas. Sinceramente, me desalienta la condición humana cuando ésta
es capaz de buscar las más retorcidas y delirantes razones para justificar
seguir haciendo algo que le satisface.
Si embargo, otro aspecto más
trascendental que el anterior me ha tenido pensativo todos estos días, y lo he
compartido con algunas personas que han terminado por plantearse íntimamente
algunas cosas también.
En el referido post anterior
hemos hablado de la libertad para mantener y no prohibir las corridas de toros.
Los comentarios de los visitantes del blog me han parecido inteligentes y
razonados, aunque no necesariamente me sienta de acuerdo con todos ellos. Concretamente
Javier es el que ha explicado perfectamente lo que yo siento sobre este asunto,
desde el punto de vista de la fe cristiana.
Pero, ¿qué sucede cuando entran
en colisión el derecho a la libertad y un necesario límite a la libertad?
Alguien dirá que poner límites a la libertad no es de buen liberal. Yo he
contestado siempre que el hombre no está en condiciones de ejercer sobre los
demás su propia libertad absoluta porque, tal y como nos lo demuestra la
historia, la libertad total de un individuo rara vez se ha traducido en otra
cosa que no haya sido en fractura de los derechos y libertades de otro.
Yo creo firmemente que la
libertad sin límites termina por degenerar en tiranía hacia uno mismo o hacia
el prójimo. Me explicaré con el ejemplo del tabaco, con el que no pretendo
molestar a nadie, pero sí hacer un poco de pedagogía.
Creo firmemente en la libertad del
individuo como uno de los pilares fundamentales de una sociedad libre e
igualitaria en oportunidades. No puedo concebir mi sociedad ideal de otro modo.
Creo también firmemente en el derecho de cualquier persona para hacer con su
vida lo que quiera; es decir, a vestir como quiera, pensar lo que quiera,
consumir lo que quiera y expresarse como quiera. Desgraciadamente, muchas de
las personas que reclaman tales derechos no los conceden a los demás con el
mismo convencimiento.
De modo que, siguiendo con el
ejemplo del tabaco, puedo comprender perfectamente que cualquiera reclame su
derecho a fumar. Como si quiere comer piedras. Ahora bien; ¿es honesto respetar
la libertad de acción de quien cultiva y comercializa un producto que enfermará
y convertirá en adictos a millones de personas?
¿Qué sucede cuando trasladamos
esta incógnita hacia otros aspectos sociales, religiosos o políticos?
Quien respeta la libertad y la
democracia, respetará de buen grado el derecho del ser humano a ser creyente, a
profesar una u otra religión, a defender cualquier partido político de su
preferencia, o a definirse como individuo o como parte de un colectivo. En
contrapartida, quien pretenda que le sean respetados tales derechos, también
deberá ser consciente de que otros pueden discutir, estar o no de acuerdo con
los principios bajo los que él quiera vivir. Pero, ¿Qué se debe hacer cuando
alguien, haciendo uso de su libertad, pretende anular la de otros mediante
ideas políticas autoritarias, prácticas financieras abusivas o cultos
religiosos que sojuzgan al ser humano, privándole de los derechos más
fundamentales? Dicho de otro modo: ¿qué debemos hacer los que defendemos el
liberalismo clásico frente a semejantes atentados contra la libertad?
Varias veces he citado en este
sitio a Edmund Burke:
“Hay un límite en el
que la tolerancia deja de ser una virtud.”
Desde que conozco esta frase la
he defendido por absoluto convencimiento. Y he podido comprobar en numerosas
ocasiones que, para salvaguardar mi libertad y la de otros, he tenido que dejar
de hacer concesiones a quienes, paso a paso, con la “libertad” en sus bocas y
sus escritos, no buscaban otra cosa que arrebatar el libre albedrío a quienes
no se mostraban de acuerdo con sus postulados. Buena prueba de lo que sucede, por
poner otro ejemplo, es la intención invasora del Islam sobre occidente. Dada la
manifiesta inferioridad moral de dicho sistema socioreligioso ante el occidente
fundado sobre principios cristianos, su método de invasión no nos llega como un
choque frontal de culturas en la mayoría de la casuística. Es mucho más sutil.
Es asentarse en nuestra sociedad y comenzar a exigir derechos y libertades que
ellos no están dispuestos a conceder, en sus países, ni siquiera a quien es
musulmán.
De igual modo sucede con ideas
tales como el comunismo y el fascismo. Aunque no me guste; aunque lo considere
digno de tarados morales y éticos, como liberal debo respetar que cualquiera se
sienta atraído hacia ideas totalitarias. El pensamiento debe ser libre. Pero,
parafraseando a Burke, no puedo ver, ni bajo el más mínimo ápice de tolerancia,
la práctica del fascismo y el comunismo, simplemente porque, como no puede
resultar de otro modo, el resultado de tales tendencias es la miseria
intelectual, material y moral, así como el terror y el odio.
Alguien me preguntó, no hace
mucho, si yo, como liberal, estaba de acuerdo con la prohibición del burka en
centros oficiales y lugares públicos en España. Le contesté que sí. Y que,
además, si de mi dependiese, propondría en el congreso un proyecto de ley al
respecto y que cada diputado pudiese votar sin estar sujeto a ninguna
disciplina de partido. Yo prohibiría el burka porque tal prenda de vestir no
solo no constituye un problema de moda en absoluto, sino porque es un símbolo
claro de dominación de unos seres humanos sobre otros, sirviéndose de ideas
religiosas y del terror. De hecho, en los países donde se aplica el burka
mayoritariamente, cualquier mujer que no lo lleve está expuesta a morir
lapidada, ahorcada, apaleada o fusilada porque así puede decretarlo un tribunal
religioso. Para mí, el reconocimiento del derecho al burka en España implica un
reconocimiento tácito de España a las consecuencias a las que se pueden
enfrentar las mujeres que no desean llevarlo.
Finalizando ya estas consideraciones,
quiero volver a las corridas de toros. No me parece tan mal (sin que me parezca
bien) que alguien las defienda con el argumento de la libertad de quienes les
gustan estas prácticas, como los que las defienden asegurando que existen otros
abusos sobre animales que no se solucionan. Insisto en que me parece nefasta la
excusa del “y tú más” y del “si no lo hago yo, otro lo hará”. Pero si
justificamos con el arte la muerte de un animal en una fiesta, ¿con qué
autoridad moral podemos reprochar a un supuesto “artista” que deje morir de
hambre a un perro para mostrarlo en fotografías artísticas?
¿Si permitimos que, por causa de
una tradición, un pueblo de tarados inhumanos, en su fiesta patronal anual,
persiga a lanzazos a un toro por sus calles para regocijo de sus habitantes,
con qué autoridad moral podemos reprochar a quienes siguen practicando el
sacrificio de animales por motivos religiosos? ¿Si toleramos, en nombre de la
libertad, que un dictador mantenga a su pueblo en la miseria y el terror, con
qué principios podremos ejercer una defensa coherente de la libertad?
- Redes Sociales -