Puede elegir voz o texto
Jared es un amigo de Idaho que visita El Republicano Digital a diario. Vivió durante casi dos años en España. Le gusta leer la prensa española, aunque poco a poco ha ido discriminando los diarios que prefiere consultar, dejando de un lado los que él llama “manuales políticos”. Esta mañana, a eso de las 6.30, leí un mail que él me envió unas pocas horas antes.
Me habla, casi con espanto, de tantos casos de corrupción como ha conocido en los medios digitales españoles. Lo que más parece impactarle es el elevado caso de políticos que están mezclados es asuntos turbios. Considera más normal, por explicarlo de algún modo, que ciertos hombres de negocios entren en el mundo turbio del dinero sucio, aún a riegos de ser descubiertos. Pero, en lo que se refiere a los políticos y sus partidos, confiesa que, visto desde fuera, este país al que tanto le gusta presumir de lo bien que se hace todo aquí comparado con lo mal que lo hacen los demás, americanos y europeos incluidos, parece reproducir una película de esas en las que los capos mafiosos dirigen una ciudad, por encima del alcalde y el resto de máximas autoridades.
Reconozco que la comparación duele, sobre todo viniendo de un extranjero que conoce bien esta tierra y sus costumbres. Si fuera la opinión de un turista que viene por dos semanas a visitar playas y bares, para volver después a su casa a contar a sus vecinos como de baratas son aquí las borracheras, y lo fácil que sale uno de comisaría después de haber provocado algún altercado, pues me daría completamente igual.
El caso es que un americano suficientemente objetivo y culto, a la vez que enamorado de lo bueno de España, más conocedor de su historia, costumbres y gastronomía que muchos españoles, me plantea un análisis que coincide punto por punto con lo que yo estuve hablando con otro amigo tan solo un par de semanas antes. Él formula la siguiente pregunta: ¿Cómo puede España soportar todo esto?
La conclusión es muy interesante. Creo que muchos hemos llegado también a ella, pero no parece que seamos los suficientes como para mover las conciencias necesarias.
El español medio no tiene costumbre de ser, o no quiere ser, un ciudadano consciente de sus obligaciones, pero tampoco de su verdadero poder y derechos. El español medio no piensa como un ciudadano del que emana la soberanía ni la facultad de elegir gobernantes a los que exigir dedicación, honradez y diligencia. El español lleva siglos siendo vasallo de sus gobernantes, porque vive en un país donde los primeros y principales derechos en tenerse en cuenta son los de el estado, el gobierno y los poderes que, dicho sea de paso, no mantienen la separación e independencia deseadas.
El español paga sus impuestos porque papá estado, el omnipresente y omnipotente gran hermano que le tutela, le obliga a ello, ofreciéndole después la ilusión de que le regala los servicios necesarios por la intrínseca magnanimidad del sistema. El español medio no es consciente de que el bienestar del que pueda disfrutar en ocasiones proviene precisamente de su propio dinero, el que papá estado le resta de su nómina y demás impuestos que le cobra a diario, como tampoco termina de ser consciente de que un presidente, un rey, un alcalde o cualquier otro mandatario deberían estar obligados a servir al ciudadano antes que pasear en lujosos vehículos oficiales, vivir en mansiones, comer en restaurantes caros y veranear en lugares bien aislados del común de la gente.
El español medio desprecia, pero solo de palabra, que sus dirigentes sean distantes como una casta superior a la que aclamar a su paso. Pero el español medio no se atreve a defender sus propios derechos, que deberían ser irrenunciables. Parece que le avergüenza exigir atención porque paga sus impuestos, que es cosa de extranjeros y queda muy bien en las películas americanas.. Soporta con enfado, pero soporta, que la clase política se vea salpicada a diario, casi literalmente a diario, por asuntos sucios. Para un español medio los sinónimos más próximos a “ayuntamiento”, sea éste de un pueblo o de una gran ciudad, son términos que definen delitos o conductas reprochables, como corrupción, cohecho, prevaricación, tráfico de influencias, nepotismo, amiguismo, contrataciones irregulares, abuso de poder… etc.
El español medio asume todo esto como un mal con el que hay que convivir, y renuncia a movilizarse para exigir a sus dirigentes lo que ellos deberían ofrecer por sí mismos. Todo esto se ha hecho bien patente en estos dos últimos años de tremenda crisis, durante los cuales los poderes que deberían haberse contrarrestado por el bien y la estabilidad de la sociedad no han hecho otra cosa que protegerse entre ellos para asegurar sus intereses y modo de vida. Gobierno, sindicatos, partidos nacionalistas, oposición, la corona, gran parte de los medios de información… todos procuran mantener el tipo con buenas palabras, iniciativas inútiles que no llevan a ningún sitio ni solucionan los problemas más urgentes. Y lo seguirán haciendo, porque saben bien que la sociedad, el conjunto de ciudadanos que les sostiene, no ve más allá de sus propias quejas y lamentos, sin atreverse a ponerse en pié para exigir a los que viven su costa que tomen la dirección de este barco que va directo al abismo.
Yo coincido punto por punto, habiendo visto España desde dentro y desde fuera. Y me ratifico en lo que dice Jared refiriéndose a los últimos años de crisis. El español medio se queja, no muy alto, pero no se mueve. Quizás, para llegar a ese extremo, el español medio tenga que ver su refrigerador vacío, la electricidad cortada y su propia casa embargada.
Y, aún con todo eso, tengo mis serias dudas.