Puede escuchar el texto al final del artículo
Uno de los personajes que más impacto positivo
han dejado en la historia reciente de nuestra civilización escribió en una
ocasión:
“Nearly all men can stand adversity,
but if you want to test a man’s character, give him power.”
“Prácticamente todos los hombres
pueden permanecer ante la adversidad, pero si queréis probar el carácter de un
hombre, dadle poder”
Yo puedo dar fe de la
veracidad de esta declaración. Durante los 6 años que viví muy próximo al mundo
político tuve la oportunidad de conocer a políticos profesionales; los que
viven de su cargo político en su partido, en administraciones públicas, o en
alguna empresa privada de las que “acoge” a alguno de ellos en pago a favores anteriormente
concedidos. Ninguno de ellos me pareció una persona precisamente honorable,
partiendo de la premisa de que ocupaban esos cargos no por méritos, sino por su capacidad de ser
“políticos”, con todo lo peyorativo que ustedes quieran añadir al concepto.
Pero si una de esas
personas -uno de esos casos de políticos
profesionales- me pareció especialmente
detestable, fue el de una mujer que, a cambio de representar a su partido como
concejal en un pequeño municipio en el extrarradio de Zaragoza capital,
disfrutaba de un contrato en la Diputación Provincial de Zaragoza como ADL,
Agente de Desarrollo Local. El ADL era un cargo público ideado por los
políticos para enchufar a algunos de sus amiguetes en la Diputación, con un
sueldo próximo a los 1.200 €. Oficialmente, lo que un ADL debía hacer era
atender a los pueblos de la demarcación asignada, visitando periódicamente sus
ayuntamientos y escuchando las propuestas de sus alcaldes y concejales para
transmitirlas a su partido y elaborar planes para mejorar, en lo posible, tales
municipios.
El caso de esta mujer
con cargo de ADL no fue el único que conocí que durante los primeros 3 años y 9
meses de cada legislatura se dedicaban a hacer absolutamente nada que no fuera
ir alguna mañana por las oficinas de sus respectivos partidos, visitar muy de
vez en cuando los despachos de la Diputación para entregar alguna documentación
y dejarse ver por los políticos con más mando y sueldo que ellos, y dedicar el
resto de las horas diarias en las que deberían haber trabajado en bien de los
votantes a pasearse por tiendas del centro de la ciudad o a atender a asuntos
propios de lo más variopinto. A cambio de todo eso, se llevaban cada mes 1.200
€ de los contribuyentes, con la connivencia de sus superiores, los cuales, no
nos engañemos, hacían prácticamente lo mismo que sus subalternos ADLs, pero
desde mejores despachos, más exclusivos restaurantes, más glamurosas reuniones,
algún que otro auto oficial, y con mucho más abultados sueldos pagados también
por los contribuyentes.
Con el tiempo, esta
mujer llegó a ser alcaldesa de su municipio gracias a una coalición de tres
partidos. Intrigante como ella sola y con menos principios que un banquero,
desde su primer día de alcaldía se esmeró en traicionar a quienes la habían
aupado al cargo, y acabó entregando sus preferencias y voluntad, por codicia y
cobardía, a corruptos, indeseables y delincuentes. Seguramente, su único mérito
haya sido conseguir erigirse en la peor alcaldesa de la historia de ese
municipio solo en un mandato, porque las urnas se encargaron de darle una
soberana patada en el trasero. Patada que ella, una vez conseguidos sus
objetivos económicos, aceptó y se retiró de la política, donde su huella en
nada se diferencia de la que dejaron por toda España otros miles de
politicuchos falsarios y aprovechados. Esta indeseable persona fue un ejemplo
perfecto de cómo alguien acaba por desvelar su verdadera personalidad en cuanto
se le concede poder.
En la política
profesional de cualquier ámbito podríamos encontrar ejemplos similares a miles.
Desde el concejal ignorante de todo que un buen día se ve en el cargo, su
partido le asigna la concejalía más irrelevante, y aún así tal personaje se
comporta como si fuera el almirante de la mar océana, hasta el político de
cierto renombre al que las circunstancias, en forma de equipo asesor encargado
de crear un personaje idóneo para ganar una campaña, le colocan en disposición
de conseguir la alcaldía de un ayuntamiento importante, la presidencia de una
comunidad autónoma, o la misma presidencia de la nación.
Podríamos recordar una cumplida relación de
personajes que, una vez conseguido el poder suficiente para sus intereses, han
mostrado su verdadera cara. Felipe González, farsante, supuesto izquierdista
que posteriormente se enriqueció lo suficiente como para construirse mansiones
y veranear en yates, José María Aznar, que no hizo alarde de riquezas como
otros, pero se ensoberbeció en cuanto tuvo mayoría absoluta para presidir, Rodríguez
Zapatero, ascendido al poder a base de bombazos y a costa de las vidas de casi
200 personas, producto del laboratorio PSOE, diputado anodino que demostró su
verdadera maldad globalista desde La Moncloa; Mariano Rajoy, recién investido
de poder al presidir el Partido Popular, desmontando desde su servilismo a la
izquierda un PP que ya jamás fue ni será la esperanza del conservadurismo
liberal español, Juan Carlos de Borbón, envuelto para muchos en un halo casi
místico de heroicidad en la Transición, pero hombre sujeto a sus pasiones como
cualquier otro, con la única diferencia de que él disponía de todo un servicio
secreto que encubría sus escándalos y bajezas, Bibiana Aído, Leire Pajín, Mª
Teresa Fernández de la Vega, Pepiño Blanco, José Bono, Cristóbal Montoro, Alfredo
Pérez Rubalcaba… Pedro Sánchez.
Es realmente complicado encontrar a un
personaje de la política en España que pueda ser tenido por persona cabal. Es
como si las mejores virtudes personales que deberían acompañar a todo
gobernante fueran exclusiva cosa del pasado y no tuvieran cabida en estos
tiempos modernos.
Con semejantes antecedentes, no debería
extrañarnos que el actual Presidente en funciones adolezca de todas las
virtudes que serían deseables en un gobernante, y más aún en estos tiempos
convulsos. Y si algo hace que el fraude-doctor Sánchez sea especialmente malvado,
es la vis de dictador que en ocasiones ni siquiera trata de disimular.
Este personaje no aguanta un somero examen de
hemeroteca; y si dicho examen es pormenorizado, cualquiera que se preocupe
sinceramente por la situación actual de nuestra nación se sentirá
verdaderamente angustiado. No hace muchos días contesté a una usuaria de redes
sociales que si Sánchez llegaba a ser definitivamente Presidente del Gobierno
de España, sería porque España lo merece. Porque los políticos, al fin y al
cabo, son un reflejo de la sociedad de la cual proceden.
Y si preocupante es el bagaje que aporta
Sánchez para ser Presidente -un
currículum falseado, una tesis doctoral que ni él ha leído ni ha podido
defender ante las acusaciones de plagio, un extenso conjunto de declaraciones
en el pasado que posteriormente, durante toda su presidencia en funciones, le
han dejado por mentiroso compulsivo, una vergonzosa tendencia en un momento
dado a utilizar a sus propias hijas para ablandar al lanar electorado
español…- no menos preocupantes son sus
maneras de dictador reveladas desde el minuto uno de su llegada a La Moncloa.
Como a Sánchez, a un dictador al uso le caracterizan muchas
cosas. Por ejemplo:
La mentira, como herramienta para conseguir el poder y
conservarlo a costa de lo que sea necesario según estime el dictador en
cuestión.
La prepotencia, típica de quien se ve alzado a un pedestal
en el que ya no sufrirá los problemas corrientes y diarios que aquejan a los
simples y contribuyentes mortales.
El orgullo, de quien se cree superior y trata de
demostrar serlo a diario proyectando un estilo de vida de ensueño y derrochando
los recursos de los contribuyentes.
La hipocresía, indecente característica que hoy, y desde
hace mucho tiempo, la inmensa mayoría de los electores acaba por disculpar a sus
gobernantes, especialmente si éstos son del color político preferido, y que
permite a cualquier indeseable con poder decir y hacer una cosa hoy, y decir y
hacer justo la contraria mañana sin sentir el menor atisbo de vergüenza.
La desfachatez, de quien no solo miente, sino que además
yerra en todo lo que decide, y presenta sus propios fracasos como errores de
los contrarios.
El desprecio por las libertades, incluso por las más elementales que definen
a un estado verdaderamente democrático y liberal.
O la psicopatía propia del indeseable que, aún a sabiendas de
que sus decisiones y acciones pueden sumir a sus gobernados en la desgracia y
en la ruina, sigue adelante con sus decisiones sin importar el potencial del
daño que éstas puedan ocasionar.
Repasen ustedes la trayectoria de Pedro
Sánchez desde que dejó de ser un simple y anónimo diputado, y díganme si alguna
de las cualidades anteriores no se le ajusta como un guante desde que llegó al
poder.
Aquella cita que nos recuerda que un hombre (o
una mujer) demuestra realmente cómo es en cuanto le es dado poder y dominio
sobre el prójimo no es solo una frase al uso. Es el pensamiento de un hombre
que en muchas ocasiones, durante su vida pública, tuvo que elegir entre hacer
lo correcto, que no pocas veces suele ser lo más difícil, o decidirse por lo
más sencillo, que suele ser la peor elección y la decisión más propia de un mal
gobernante. Quien pronunció tales palabras fue Abraham Lincoln, decimosexto
presidente de los Estados Unidos de América y responsable de dirigir aquella
gran nación en uno de los momentos más críticos y cruciales de su historia. De
las decisiones de Lincoln, así como de las decisiones de presidentes anteriores
y posteriores, los Estados Unidos de América, con sus luces y sombras, han
resultado ser un faro de libertades para otras muchas naciones.
Desgraciadamente, España en la actualidad no tiene prácticamente ninguna
importancia en el mundo de hoy. Somos buen ejemplo de poco y modelo de lo mucho
que no se debe imitar. Pocos españoles tienen el valor de abstraerse de filias
y fobias para reconocer tal cosa, pero cuando lo hacen, son los primeros en
comprender que, pese a quien pese e incomode a quien incomode, nuestros
gobernantes son nuestro reflejo como pueblo, nuestra responsabilidad como
electores, y nuestra merecida recompensa cuando decidimos dejar nuestra
soberanía en sus manos y nuestra dignidad a su disposición.