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La desfachatez del Estado, sus funcionarios
y los gobernantes no tiene límites. No se conforman con manipular a los
ciudadanos corrientes e indefensos frente al sistema. El abuso estatal va mucho
más allá de eso. Si uno de los muchos métodos de expolio de nuestro sistema de
impuestos está funcionando bien, siempre encuentran la manera de que aún
funcione mejor. Mejor para los recaudadores, pero peor para quien paga.
Durante los años 80, seguramente llevado al
principio por la moda antitabaco que se iba imponiendo en todo occidente, el Estado
demostró hasta qué punto podía ser hipócrita y manipulador. Poco a poco desde
los medios de comunicación en todo occidente se iba filtrando la idea de que
fumar ya no era algo tan glamuroso. No pocos artículos y programas describían
crudamente cómo de perjudicial era el tabaco para nuestro organismo y se
insistía en los problemas que su consumo traería a nuestra salud a medio y
largo plazo. En los programas en televisión ya no se permitía fumar, en
contraste con los de la anterior década de los 70 en la que los invitados, los
artistas y más de un presentador aparecían con un cigarrillo en los dedos. Los
80 habían llegado, y en su mitad, ni los buenos de las series ni de las
películas eran ya fumadores habituales. Había excepciones, pero cada vez menos.
Pocos años después desapareció toda publicidad de marcas de tabaco en radio y
televisión.
Personalmente, me declaro antitabaco.
Aborrezco la idea de que alguien pueda enriquecerse vendiendo un producto cuyo
consumo es absolutamente nocivo -además
de adictivo- y no trae ningún beneficio
a la salud del consumidor.
Precisamente por eso he participado durante
los pasados veinte años en algunos debates en los que mi postura frente al
tabaco siempre ha sido radical. No se trata de que yo prohibiera fumar a los
fumadores. Ese no es realmente el problema. El problema, que muchos fumadores
no quieren ver y aquellos que dicen defender la libertad y me acusan de ser un
mal liberal por “prohibicionista” dejan de lado, es que las autoridades de cualquier
país permitan el consumo de un producto que arruinará la salud de millones de
sus ciudadanos, provocando ingentes costes a los sistemas sanitarios
nacionales.
En no pocas ocasiones he puesto el mismo
ejemplo en esos debates. Imaginemos a cualquier persona que se instala en el
bulevar de la Gran Vía de Zaragoza, despliega una mesa y se pone a vender
bocadillos hechos en su casa. No pasará un cuarto de hora sin que se presente
agentes de la autoridad a confiscarle sus bocadillos y a notificarle la
correspondiente sanción por falta contra la salud pública y por carecer de los
correspondientes permisos para vender productos perecederos. Sin embargo, ese
mismo Estado que ha desmontado el ínfimo negocio de bocadillos al anterior
sujeto, se permite vender y fomentar la venta de un producto como el tabaco,
absolutamente letal, pero jugosamente rentable.
Y tan rentable. Según el informe publicado
por eleconomista.es el 26 de febrero de 2018, el sector del tabaco es el que
mayor carga fiscal soporta, y es a su vez el quinto sector que más contribuye
en impuestos, con algo más de 9.000 millones de €. Dudo mucho que semejante
recaudación pueda cubrir los daños que el tabaco provoca en la salud de
millones de españoles y los consiguientes gastos por cada enfermo tratado por
patologías derivadas de su consumo. Y
sin embargo, aún me parece más absurda la pirueta moral de este Estado que, con
una mano nos vende un producto reconocidamente nocivo, y con otra nos presenta
de vez en cuando alguna campaña para concienciarnos de la insalubridad de lo
que vende.
El
último anuncio para televisión que está apareciendo en la mayoría de canales es
muy claro. El tabaco ata y mata. Nada que objetar. Pero yo añadiría una tercera
parte a esas dos. El tabaco fríe al consumidor a impuestos a la vez que le
envenena. Ni la venta ni la ganancia de semejante producto se justifican en
absoluto. Pero ahí reside la hipocresía del Estado. De éste y de todos. En que
vende sustancias tóxicas y adictivas mientras nos aconseja no consumirlas. Una triste
realidad que cuenta con la disculpa de muchos.
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