Que una impresentable como Dina
Bousselham critique a la monarquía española podría tener su vis cómica si las
intenciones de esta arribista inútil de supuesta fácil foto íntima no fueran
más allá de conseguir alguna notoriedad a costa de proferir estupideces. Sin
pasar de ahí, la Bousselham se quedaría al mismo nivel que cualquiera de esas
taradas morales y esos anormales de gimnasio y esteroides que venden sus
intimidades en programas del vertedero Mediaset para regocijo de un público de
cabestros y degenerados.
Pero existe un límite que separa a la
gente de vida públicamente viciosa y carente del más mínimo intelecto de la que
vive en la cloaca tratando de sacar partido moviéndose entre intrigas y
traiciones de alcoba. Y Dina Bousselham podrá ser de las primeras si eso le
place, pero ha demostrado ser de las segundas porque ella no tiene la más
mínima autoridad moral para criticar a la monarquía de un país que no es el
suyo, mientras su rey, el de Marruecos, su país, al que ella sirve mediante su supuesta
vinculación al DGED, el servicio secreto marroquí, es un rey absolutista
literalmente propietario de prácticamente el 80% de su país y dueño y señor de
las vidas de sus vasallos, cosa nada democrática a la que la antimonárquica de
Podemos, bien pagada a cambio de lo que haya sido y hecho, parece importarle muy
poco si se trata de su propia tierra.
Sucede que la Bousselham apareció un
buen día por la Universidad Complutense de Madrid, conocido nido de progres de
titulación regalada y nula trayectoria laboral, y se dejó caer por el partido
político más antiespañol, antimonárquico y machista de los que se sientan a
parasitarnos desde el Congreso de los Diputados. La Mata Hari de Tánger se
incrustó en Podemos y escaló hasta el círculo cercano a Pablo Iglesias. Lo
tenía fácil. Cumplía con los requisitos para gustar mucho a Iglesias pero
bastante menos a las que merodeaban a ese remedo de Chávez con la esperanza de
medrar sin mucho esfuerzo. Dina era mujer, progre, ciudadana de un país
antiespañol que se distingue por obsequiar a no pocos españoles corruptos, y
politóloga; faceta ésta que la capacitaba para soltar parrafadas sin sentido
con las que encandilar a izquierdistas inanes intelectuales ansiosos de
aprender nuevas consignas de barricada.
Pero aquí hay algo que no cuadra. ¿Cuando
apareció esta joya de lo progre, qué pudo más en el ánimo de Pablo Iglesias, el
hombre que se cree estratega pero que no es más que un mayordomo aplicado de
ciertos intereses político-financieros? ¿Que fuera mujer y musulmana, lo que quedaría muy decorativo en
Podemos, como sucede con el éticamente septicémico Echenique, quien ostenta su
cargo por ser bocazas y discapacitado? ¿Que Iglesias fuera advertido por “los
de arriba” de que la Bousselham era una informadora del DGED, con lo que él
tendría una carta muy útil para congraciarse con el espléndido Mohamed VI?
El caso es que Iglesias le sacó
partido a Dina Bousselham y ella le sacó partido a él. Eso de tener a una
musulmana feminista, concepto éste que no deja de ser más falso que la
conciencia de un político, le fue muy bien a Iglesias en su momento para
atraerse a una buena cantidad de mujeres inmigrantes del Islam, que se dicen
feministas, que en la calle se comportan como feminazis, pero que en sus casas
ni rechistan, no sea que venga el padre, el marido o el hermano y les vuelva la
cara de un soberano tortazo; que ya se sabe que el Islam es la religión del
amor.
Y posiblemente debió haber más asunto
que lo trascendido oficialmente, porque mientras Pablo Iglesias se comportó como
un verdadero machista -vaya
novedad- y le secuestró el teléfono con
la consabida historia de la tarjeta de memoria que desapareció, pero no, pero
sí, y a la que le borraron datos, pero no, pero sí, en la que se dice que había
y no había fotos íntimas… y resulta que Dina se comportó como una mujer
despechada, aunque luego se desdijo, con lo que cabreó al juez, con lo que se
desmontó la historia que Pablo Iglesias había ideado aprovechando que la
tarjeta de memoria era noticia, para vender una conspiración contra él y su
partido, con lo que ahora el gran líder de Podemos, que no hace otra cosa que
estamparse en cada convocatoria electoral, derrota tras derrota hasta la
hecatombe final, vuelve a tirar de lo que antes él criticaba en la oposición y
ahora hace desde el gobierno, y bloquea junto a sus amigos socialistas una
iniciativa de la oposición para que, entre sollozo y sollozo por su éxito electoral
en Galicia, dé explicaciones sobre sus supuestos chanchullos con teléfono
ajeno, compadreos con abogados y palmaditas en la espalda de ciertos fiscales.
Asistimos pues a otra de las ya
innumerables incongruencias de Podemos y sus gentes, un partido de perturbados
y vividores que tiene recolectado entre sus filas a lo más granado de los
narcotraficantes, abusadores de niñas, malversadores de caudales públicos,
condenados por insolvencia punible, exmiembros de ETA, agresores, imputados por
prevaricación y malversación, condenados por estafa… un “ejemplar” partido
comunista en el que milita y del que vive Dina Bousselham; un partido
antimonárquico por definición en el que tiene influencia la dedicada servidora
de una monarquía totalitaria y ultramachista.
Así que no. No seré yo quien defienda
ni al rey emérito, mitificado por tantos y protegido por unos pocos, ni
defenderé a su heredero, continuador de la patraña más grande que ha vivido
España desde esa transición idolatrada por muchos y que supuso el reparto sin
escrúpulos de una nación a favor de los intereses de las castas privilegiadas. Pero eso no significa que vaya a pasar por
alto que una indeseable, infiltrada y aprovechada ciudadana extranjera venga a
darnos unas lecciones que en su país le costarían años de cárcel, cuando no
algo peor.
Nadie en su sano juicio y con un
mínimo criterio de objetividad podría tomar a Juan Carlos I como referente
moral de nada. Pero su vergonzoso comportamiento, desgraciadamente disculpado
por no pocos españoles que critican las mismas prácticas en políticos y otros
personajes famosos, no admite comparación con el de un rey marroquí despótico que
mantiene bajo su propiedad, literalmente, a la práctica totalidad de su país.
Pablo Iglesias intenta ahora anular
el efecto de este último escándalo redoblando sus ataques contra una monarquía
que a él le tolera. Pero no puede ocultar a la opinión pública el hecho de que Dina
Bousselham ha sido un torpedo contra la maltrecha línea de flotación de la
credibilidad de un partido de perturbados y arribistas que si no se ha hundido
ya ha sido porque el PSOE le mantiene a flote. El miedo a una guerra de
sucesión en Podemos aparece de nuevo por el horizonte. Hay demasiados
militantes que ya advierten -ya
tardaban- que a base de promesas
incumplidas y de inutilidad manifiesta para gobernar es como el partido ha
perdido la mitad de los escaños que llegó a tener. Si tal guerra de sucesión
estalla, será un espectáculo digno de ver. Sofá y palomitas.
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