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Dicen que fue un gran poeta.
Quizás tengan razón. O quizás lo dicen solamente porque, al ser izquierdista,
tenía garantizados homenajes y parabienes sin importar realmente si su poesía merecía
ser aplaudida. Escribió teatro también. Incluso un par de guiones para cine. Lo
poco que leí de sus obras lo leí por obligación. Porque en el B.U.P. de mi
época había que hacer un trabajo sobre Marinero en Tierra, quizás lo más
conocido del autor para la mayoría, y no era cuestión de suspender. Pero su literatura
me interesó tan poco, que jamás volví a leerle y me ocupé de no guardar en mi
memoria una sola de sus líneas. Dicen que fue un gran literato… pero a mí sólo
me parecía un peñazo insoportable. Aburrida parte de una asignatura que había
que aprobar.
Fue icono de comunistas,
quienes le presentaban como una víctima del franquismo. Una de esas “víctimas”
que vivió a cuerpo de turista adinerado a caballo de París (de donde fue
expulsado), Buenos Aires y Roma. Turista que no volvió a España a luchar contra
la dictadura hasta que ésta acabó con la muerte de Franco. Fue tan valiente
contra el dictador como cobarde se mostró en la guerra.
De joven, ya poeta reconocido
entre los suyos, participó activamente en la guerra civil… pero desde la
retaguardia. Le gustaba portar un arma corta de gran calibre para impresionar
al personal. Un arma que, a decir de los comunistas que no se dejaban engañar
por la imagen que este tipo procuraba dar de sí mismo, un arma, dijeron, que jamás
estuvo en el frente, porque quien la portaba nunca asomó la nariz por primera
línea. Él nunca probó su valor más allá de animar a los jóvenes para que fueran
a matar y a hacerse matar por la causa. Una causa de la que vivió toda su vida
a costa de otros.
Sembró el terror con sus
letras al amparo de la Alianza de Intelectuales Antifacistas; un órgano
comunista desde el que él, como responsable y escritor, editaba un panfleto
llamado El Mono Azul, con el que apuntaba a intelectuales de derechas, a intelectuales
no izquierdistas e intelectuales sin significación política que debían ser
“depurados”; es decir, debían ser candidatos al “paseo” y a la checa;
candidatos al secuestro y asesinato y candidatos a la detención ilegal, a la
tortura, y a la muerte en la tortura, o en el paredón, o por tiro en la nuca.
Él presumió de sí mismo todo
lo que pudo, sin pudor y sin remordimiento alguno. Alardeó de haber torturado y
hasta ilustró a quien quisiera escucharle respecto a cuál era su método de
tortura favorito. En su ambiente, ese ambiente de retaguardia donde el terror
en no pocas ocasiones era mayor que en el frente, él y sus camaradas gustaban de
la brutalidad y la muerte; crímenes estos a los que no alcanza hoy la ley de memoria
histórica que solo reivindica a unas víctimas y favorece el olvido de otras. Le
gustaba “la cabina”. Su tortura predilecta. Una cabina de teléfonos a cuyas
paredes y suelo metálicos se le aplicaba corriente de alta tensión para que el
interrogado, cuyo delito generalmente era no ser izquierdista, acabara
confesando o muriendo por electrocución entre terribles sufrimientos.
Tras la muerte de Franco
volvió a España. Fue recibido por muchos como un héroe. Como si hubiera ganado
alguna batalla. Como si hubiera dado su sangre por alguna causa loable. Como si
su sola presencia inspirara a los perdedores de una guerra terrible para
ganarla demasiado tarde. Y recibió homenajes. Como un prócer. Como un
intelectual que en realidad no fue. Como tantos otros cuyos únicos méritos
fueron sus aportaciones al horror y sus gustos por las matanzas. Y se le
hicieron estatuas. Y le dedicaron homenajes. Y quienes recordaron al mundo lo
que este personaje era y había sido, fueron ignorados, porque antes que
reconocer a los exiliados que sí fueron enormes pérdidas para nuestra nación,
los nuevos gobernantes de la corrección política prefirieron agasajar a indeseables
y criminales, como si no hubieran sido ya bastantes los que fueron glorificados
durante la dictadura.
Y así murió, veinte años
después de su regreso triunfal. Reconocido, diputado, hijo predilecto, doctor honoris
causa y con memorias publicadas. No se le conoció una disculpa. No se le
escuchó un solo “lo siento”. Y fue esparcido en cenizas por el puerto de Santa
María para lágrima fácil de comunistas, para vergüenza de quienes le loaron y
para veneno contra los pobres peces.
En el pueblo donde vivo, en el
que buena parte de la clase política y sus seguidores han sido cómplices de
muchas cosas y ninguna buena, le han dibujado un grafiti en un muro de las
piscinas públicas. Dudoso y horrendo homenaje para pesadilla de niños y
extrañeza de gentes coherentes. Y a mí me consuela que las jóvenes
generaciones, educadas a golpe de televisión y de asignaturas ideadas por
degenerados, no sabrán quien fue el personaje. Pero si alguno me pregunta, se
lo contaré sin rodeos. Se llamaba Rafael Alberti. Y fue un torturador.
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