Ni coronavirus, ni ruina económica,
ni desempleo galopante. El 3 de agosto de 2020 la gran noticia del día desde
las 17:30 horas en la totalidad de los medios de desinformación españoles fue
la marcha voluntaria de Juan Carlos I fuera de España.
Previsibles reacciones de prensa,
radio y televisión. Unos con alarma, otros con jolgorio. Los medios
tradicionales de derechas hablan de ultraje a la monarquía, de golpe de estado,
de peligro para España y de lo mucho que ha hecho Juan Carlos I por los
españoles. Los de izquierdas, de la “huida” del emérito, de prohibirle salir
del país, de sus escándalos económicos y del siguiente objetivo a batir: Felipe
VI.
Esta mañana leo a las 6:23 un
artículo recién recibido por Whatsapp. Quien lo escribe en Libertad Digital cae
en los tópicos con los que España lleva funcionando demasiado tiempo. Demasiado.
Tanto, que apenas parece haber españoles que sean capaces de razonar fuera de
tales tópicos. Resulta que la monarquía, con Juan Carlos I al frente, ha sido algo
parecido a la última línea de defensa frente al independentismo catalán y vasco,
frente al socialismo y comunismo y frente a las herramientas favoritas que
éstos usan; es decir, los movimientos feminazis, los LGTB, los ecosoviets, los
okupas, los pateros… Y yo no dejo de preguntarme en cada ocasión que escucho y
leo estas consignas si quienes las profieren y las creen no se han dado cuenta
que, con monarquía “garante”, todos esos problemas no han dejado de crecer año
tras año y década tras década, precisamente porque tal idealizada monarquía,
con la excepción del inmejorable resultado en cuanto a enriquecerse a sí misma,
ha servido de bien poco frente a estos problemas y contra otros muchos. Porque
con monarquía y todo, el independentismo, la corrupción, la partitocracia y el
sistema que la alimenta y la utiliza, el aborto, la agenda LGTBI, el feminismo
y otras imposiciones liberticidas han hecho de este país un paraíso para todo
ello.
Ahora bien, ¿cómo le planteas a un
monárquico que si uno no lo es no significa necesariamente que uno sea
comunista, anarquista, socialista o simplemente izquierdista? En España,
razonar sobre el asunto es prácticamente imposible con la inmensa mayoría de
ellos, los forofos de la monarquía. A los hooligans de la realeza no se les
puede ir con planteamientos que les demuestren que República es Estados Unidos,
Francia y Alemania, por poner unos pocos ejemplos. A los hooligans de la
monarquía, incluso a los que solo lo son por costumbre y no han conocido otra
cosa, les interesa que República suene a comunismo, a dictadura, a segunda
república, a guerra civil, a matanzas y a checas. Les interesa así precisamente
para que la gente, como sucede en este sufrido país, le tenga un miedo cerval
al verdadero concepto de Republica y, en consecuencia, la mayoría del pueblo
prefiera vivir tutelado por un “rey que reina pero no gobierna”, tal y como nos
sucede aquí. En realidad, ellos hacen tanto y tan profundo uso de esa
propaganda como lo hacen los izquierdistas con sus ideales y sus nuevas y
aberrantes tendencias. El resultado, nuevamente las dos Españas enfrentadas sin
remedio ni fin y, justo en medio los escasos españoles que tratamos de usar nuestro
criterio sin sectarismos y que, como sucedió durante la segunda república y la
guerra civil, somos vapuleados por unos y otros. Esa mayoría de españoles que
se declaran monárquicos están transmitiendo, con su defensa de la figura del
rey, que el pueblo español es lo suficientemente inmaduro como para que sea
necesario poner en lo alto y alimentar a un tutor que vele por todos. En cierto
sentido es lo que pretenden también los comunistas cuando pretenden aplicar su
terror rojo. La tutela sobre un pueblo que no merece ni debe gobernarse a sí
mismo.
Y llegado a este punto, cualquiera
podrá caer en la cuenta de que, si en lo primero es imposible razonar con los
hooligans de la corona, también es inútil hacerles ver que vivimos en una
farsa. España es una nación a la que se le dio una constitución contaminada que
desde el principio institucionalizó la desigualdad entre españoles mediante la
consecución del corrupto estado de las autonomías, constitución que aseguró la
inmunidad e impunidad del aquél que reinaba pero no gobernaba, y constitución
que continúa en el tiempo con errores del pasado que España no debería seguir
repitiendo.
Si los españoles quieren vivir en una
nación de libres e iguales, si es que realmente quieren y se atreven, porque
libertad implica responsabilidad, tienen que cambiar de raíz y para ello se
necesita admitir, mal que les pese a muchos que solo ven la realidad a través
del color de su partido político corrupto (disculpen la redundancia), que una
nación libre e igualitaria no puede sobrevivir sin el principio de separación
de poderes ni puede prosperar si no se haya bajo el imperio de una ley justa
para todos. Tales principios se anulan ante la existencia de partidos que
sangran a los contribuyentes e intervienen los poderes legislativo, ejecutivo y
policial sin ningún pudor, autonomías que favorecen la corrupción desbocada y
la figura de un monarca que por el hecho de serlo, se eleva por encima del
resto de ciudadanos en derechos y privilegios.
Ambos bandos, la derecha monárquica y
la izquierda antimonárquica, se equivocan profundamente en el miedo de unos y
la alegría de otros por el exilio de Juan Carlos I. Los verdaderos problemas de
nuestra nación se llaman corrupción, desempleo, ruina económica, delirante gestión
de la epidemia, ausencia de principios morales y políticas sociales y
económicas diseñadas y aplicadas por perturbados y trincones. Y tales problemas
jamás fueron resueltos ni por un izquierdista e infame Rodríguez Zapatero, quien
en buena medida trajo no poca de esta miseria y la enraizó en nuestra sociedad,
ni por su heredero Rajoy quien se reveló como meritorio continuador de las
políticas socialistas de Zapatero, ni por Pedro Sánchez ni Pablo Iglesias,
profundos ignorantes y absolutos narcisistas que cabalgan entre la mentira y la
demagogia más abyectas, ni por un Juan Carlos I que tragó con todo lo anterior
mientras se dedicaba a sus propios negocios por décadas, porque para eso “reinaba
pero no gobernaba”, ni por un Felipe VI que continúa la farsa de una “monarquía
constitucional” que en realidad nunca fue garante de nada que no fuera la
supervivencia de una constitución tarada y falsaria, de un sistema corrupto de
partidos parasitarios, de un tinglado de prebendas hecho a medida para las
castas privilegiadas y amigas de la corona como antes lo fueron del franquismo
y aún antes de ciertos gobiernos de la segunda república, y de la existencia de
un aparato estatal e institucional que vampiriza los recursos de los ciudadanos
y las empresas con una voracidad fiscal prácticamente sin rival en todo el
mundo.
Salir de semejante matrix y pisar la
realidad supone dar un primer paso mediante el que los españoles apreciarán que
ni los políticos del sistema, ni la monarquía, ni los aparatos estatales y
autonómicos, ni la justicia han servido de dique de contención para lo que se
nos ha venido encima. A estas alturas, solo se puede hablar de excepciones, de
voces clamando en el desierto, como algunos comunicadores, muy escasos
políticos y una minoría de jueces posteriormente perseguidos. Pero en España,
una vez más, un suceso de relevancia, esta vez la marcha del emérito, ha sido
usado como argumento para emprenderla a mordiscos entre las dos Españas de
siempre. Por desgracia, no parece que para muchos de estos españoles haya
esperanza de salir de esa matrix si nos atenemos a la reacción más habitual de
cada uno de esos dos bandos. Porque uno justifica en Juan Carlos I lo que ha
criticado a placer en muchos políticos, y otro no ve en lo sucedido otra cosa
que una oportunidad para soñar con construir una dictadura comunista. Ni unos
ni otros son mimbres para construir una gran nación. Más bien parecen tablas y
soga para levantar un cadalso.
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