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Los parlamentarios estaban a punto de
votar la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del gobierno. El
verdadero poder en España, aunque dividido en varios frentes no siempre bien
avenidos, se había unificado para deshacerse del incómodo presidente Adolfo
Suárez. Y si además de sacarlo de la presidencia, se le podía machacar a
conciencia, no se podía dejar pasar la oportunidad de dar un sonado escarmiento
para posibles futuros disidentes. Era el 23 de febrero de 1981, alrededor de
las seis y veintitrés de la tarde.
El poder (me refiero al que gobierna por
encima de los políticos; el verdadero poder), sirviéndose de sus medios de
comunicación, había triturado y laminado la figura de Suárez desde hacía por lo
menos año y medio antes. Fue algo muy parecido a una cuidada y estudiada
operación de colocación minuciosa de explosivos en los puntos más sensibles de
la estructura de un rascacielos, antes de pulsar el botón para dinamitarlo. A
Suárez ya no lo quería ni el rey Juan Carlos, su otrora valedor desde antes
incluso de ser coronado. Y la inmensa mayoría de sus compañeros de partido y de
gobierno abjuraban de su amistad, eludían su compañía y evitaban contestar a
sus llamadas.
Adolfo Suárez había cumplido su papel; estaba
amortizado. Tocaba apartarlo del tablero de juego. Así que una moción de
censura, junto con una esmerada estrategia de desgaste de su imagen política y
personal, además de un férreo cerco a la figura presidencial, habían conducido
a la situación parlamentaria que se vivía aquél 23 de febrero de 1981. Suárez
había presentado su dimisión y la Cámara se disponía a investir a un nuevo
presidente. En la primavera del año anterior, el Suárez había confesado a sus
más cercanos que una noche se levantó a las 3:15 horas para ir a beber algo a la cocina y
se había topado con un tipo vestido de mono de trabajo gris y zapatos caros
que le informó que estaba allí para
revisar una supuesta avería de fontanería. Desde ese mismo momento, Suárez
quedó convencido de que no solo era custodiado. Además, estaba vigilado.
A decir de no pocos periodistas desde
entonces hasta hoy, aquellos eran años de ruido de sables. La Operación Galaxia
había quedado en chapuza de amiguetes. El sector nostálgico del ejército y la
policía estaba por la labor de ir donde hubiera terroristas de ETA y
eliminarlos a tiros, y otro sector, mezcla de civiles y militares no menos
nostálgicos, aún no habían digerido la legalización del Partido Comunista.
España estaba inmersa en los años del plomo. Casi cada semana se producían uno
o dos atentados de ETA. La crisis económica era muy seria. A los españoles se
les había quitado de encima el yugo franquista de falta de libertades para
imponerle otro yugo de ausencia de libertad económica creciente, con el nuevo
IRPF y una voracidad fiscal por parte del estado que hoy nos parecería mínima
comparada con la que sufrimos actualmente. Así que no era difícil encontrar a
quien asegurase que con Franco se vivía mejor, más barato y más seguro.
Quizás entonces el humo no le dejaba ver
el fuego a la sociedad española, pero con la perspectiva del tiempo, quienes se
interesan por cosas más importantes que el fútbol y Supervivientes habrán
podido advertir que la tragedia de un político amortizado, despreciado y
traicionado por casi todos era, en realidad, el espectáculo mediático perfecto
para mantener atentos y enfrentados a los españoles mientras que, tras el
escenario, se fraguaban los cimientos de un poder al que poco le ha importado
desde entonces el color político de quien gobernase, mientras el gobernante
fuera obediente a los dictados de su amo.
España había vivido, en menos de una
década, el asesinato de Carrero Blanco, Vicepresidente de Gobierno; la humillación
de la Marcha Verde y la pérdida de los territorios del Sahara, el fallecimiento
del dictador Franco, la incertidumbre provocada por el fantasma de un nuevo
enfrentamiento entre españoles, la aclamación de una constitución aplaudida por
una gran mayoría y que albergaba una serie de intenciones que comenzaron a
materializarse desde sus inicios y que han conducido a España al desastre que
vive ahora, y la creciente ola de asesinatos de ETA desde los últimos años de
dictadura hasta esas fechas de 1981 y que se prolongaría, con altibajos, por
casi treinta años más.
Era el momento de dar un golpe de timón.
La distracción, la caída de Suárez. La excusa, la situación de creciente caos
político, social y económico. El golpe de efecto, un golpe de estado.
Hoy, en términos generales, todo el mundo
conoce la parafernalia de lo sucedido tras el golpe de estado del 23 de febrero
de 1981. La entrada de Tejero en el parlamento, los 34 balazos que quedaron
marcados en el techo de la cámara, el Presidente Suárez y Gutiérrez Mellado
como los dos únicos con agallas para enfrentarse a los golpistas, las horas de
espera con apagón informativo incluido, excepto una cámara de televisión que un
operador dejó conectada, el tardío mensaje del rey Juan Carlos apoyando a la
democracia, la salida de Tejero del congreso, los informativos alabando al rey,
las teorías de unos y otros sobre la verdadera autoría del golpe, que solo se
atrevieron a incluir al monarca, pasado un año, como el “elefante blanco” al
que obedecían los golpistas, y la certeza para muchos periodistas e
investigadores de que el golpe de estado había sido ideado para formar un
gobierno de concentración nacional formado por la mayoría de los líderes
políticos junto con algunos militares y liderado por Juan Carlos I.
Oficialmente, y según la sentencia
posterior al juicio, los responsables del golpe fueron unos pocos militares.
Armada, Milans del Bosch, Tejero y algunos otros fueron declarados culpables y
la justicia no volvió a tomar el asunto en consideración. Era necesario cerrar
el capítulo del 23-F, ponerle un candado y arrojar enterrar la llave. Pero qué
curioso que el propo Armada, además de otros implicados de alta graduación,
revelasen que cuando se le comentaba al rey la posibilidad de organizar un
golpe para tomar el poder bajo un gobierno de concentración nacional, él
siempre contestaba “a mí, dádmelo hecho”.
Por supuesto, ni el rey ni los políticos
supuestamente implicados se vieron oficialmente en entredicho. Pero a nadie
medianamente inteligente se le escapa que para organizar una maniobra con
implicados de tanta importancia, hacía falta mucho más que políticos, militares
y un rey. Hacía falta, además de todo lo anterior, un poder económico
financiador.
Las consecuencias de lo sucedido el 23-F
no se hicieron esperar. Entre ellas, la aceleración de los procesos autonómicos
de las comunidades privilegiadas, es decir, Cataluña y las Vascongadas; el
posterior afianzamiento del PSOE, que gobernó tres legislaturas y sentó
definitivamente las bases de lo que hoy es España, la expropiación de RUMASA y
los siguientes escándalos de corrupción resultantes de la venta de sus
empresas, en demasiados casos a bajo coste a amigos de los socialistas dentro y
fuera de España, y un apabullante y largo etcétera de más casos de corrupción
política y económica que, en no poca medida, fueron marcando el rumbo del
devenir de la nación.
Ahora bien; ¿y si todo lo conformado por
el golpe de estado, el posterior juicio, y las teorías de implicación de tantas
personas de importancia -ciertas o
no- fueran también otra distracción para
que otro poder, mucho más oscuro que los frecuentemente aludidos, se asegurase precisamente una mayor
implantación, siempre desde la sombra, para fortalecer esos cimientos que se
fraguaban paso a paso antes, durante y después del golpe?
En 2014 se publicó en un blog de la red
un documento -a mi parecer,
apasionante- que planteaba otra variable
distinta de las que los periodistas y los medios han publicado desde 1981. Este
documento ha sido eliminado varias veces y, me consta que al menos en una
ocasión concreta, no solo fue borrado el documento sino que también fue
eliminada completamente la web que lo albergaba.
La lectura del documento abre una nueva
posibilidad a la verdadera autoría del golpe de estado, sus preliminares y sus
calculadas consecuencias, aunque para comprender las relaciones que el autor
trata de establecer entre unos puntos y otros de la trama, es necesario disponer
al instante de la hemeroteca suficiente para refrescar la memoria sobre tantos
sucesos tenidos en cuenta por el autor. El lector tiene la libertad de decidir
si lo relatado es cierto o una elucubración, pero si dicho lector es de mente
analítica y conoce o recuerda los hechos más importantes de la historia
reciente de España, no sería extraño que llegue a la conclusión de que en no
pocas ocasiones la ficción supera a la realidad, de que los buenos no son tan
buenos, y de que los malos son mucho peores de lo que generalmente pensamos.
En el siguiente enlace está disponible el
documento completo, tal y como fue capturado de la web apenas 24 horas después
de ser borrado junto con la web que lo contenía. Click aquí.
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