
Le llamaré Carlos, para no escribir su verdadero nombre. Supongo que de este modo me siento como si no revelase su identidad. Aunque, ahora que caigo, nunca le dije que tengo mi propio blog y, además, es una de las pocas personas que conozco que no usa Internet para ocio.
Si la memoria no me falla, lleva unos ocho años viviendo en España, país que, según sus palabras, aún no deja de sorprenderle, para bien y para mal. Esta casado con una chica de su país y sus tres hijos han nacido en España. En su anterior trabajo estuvo muy bien considerado. Ahora gana un sueldo que aquí no está nada mal, ella trabajó un tiempo a media jornada, pero ahora se puede permitir quedarse en casa, porque las ganancias de él alcanzan para vivir razonablemente bien toda la familia. Ni que decir tiene que todo ese dinero mensual haría poner los ojos en blanco a cualquier ciudadano de su país de origen.
Ambos tienen ya la nacionalidad española, porque al tener, ambos, abuelos españoles, fue mucho más sencillo y rápido nacionalizarse. Cuando consiguieron esto, me enseñaron felices sus pasaportes españoles. Felices por doble motivo, lo cual no deja de ser curioso para quienes no le concedemos tanto valor a la cosa, ya que dichos pasaportes eran, a la vez, europeos; lo que en su tierra de origen parece ser verdaderamente prestigioso. Todo un status, vaya, eso de tener pasaporte americano o europeo.
Hoy Carlos me encontró por la calle. Me encontró él. Yo casi nunca encuentro a nadie conocido aunque pase a medio metro de mi cara, tan ensimismado voy en lo que oigo en algún programa de radio de los que escucho habitualmente.
Carlos está muy cambiado, desde hace cuatro o cinco años. Sigue siendo amable y educado. Como no pierde el acento, sigue teniendo el hablar dulce que tanto le agrada y le atrae a mi cincuenta por ciento canario, por resultarle tan familiar. Pero nada queda de aquél inmigrante de ideas revolucionarias, llegado a una madre patria opresora y genocida, cargado de prejuicios y tópicos que, con el tiempo, irían cayendo uno por uno, con verdadero estruendo.
La primera vez que conversamos sobre política me encontré con un hombre que, a fuerza de haber pasado cierta necesidad y haber vivido en un país sangrado por dictaduras militares filofascistas, tenía sus mitos plantados en una ideología que no dejaba de parecerme igual, en los resultados, a la que él odiaba, pero con distintos emblemas y banderas. Sobre todo, si algo tenía bien claro en su mente y en su vida, era que el gran culpable de los males que aquejan al mundo entero era Estados Unidos, y por extensión, el resto de países occidentales.
En el paquete ideológico, por supuesto, estaba incluida la casi adoración hacia Fidel Castro y Chávez, quienes, además de oponerse contra el monstruo imperialista, personificaban el espíritu revolucionario y solidario de millones de latinoamericanos (sic). Aún siendo amables nuestras conversaciones, no llegábamos a coincidir prácticamente en nada referente a política o economía.
La transformación ideológica comenzó a darse a partir del tercer año de estancia en España. El trabajo iba bien, su esposa llevaba dos años aquí, entraba dinero en casa, se podían permitir tener una vida mucho mejor que la que habían llevado hasta entonces – afortunadamente - y, sobre todo, se mezclaban con multitud de gente con opiniones variadas; cosa que parecía provocar el mismo efecto que el eucalipto en las vías respiratorias. Despejaba las ideas.
Estados Unidos seguía siendo un país intervencionista, claro, pero los políticos de su tierra de nacimiento eran los responsables de la mayor parte de ruina tradicional que no termina de desaparecer por allá, gobierne quien gobierne. La colonización española había provocado muerte y atrocidades entre los aborígenes, pero también se había dado al mestizaje, que se convirtió con los siglos en el independentismo que dio paso al nacimiento de tantos países en el continente. La revolución de Cuba era una dictadura atroz que en nada había mejorado las condiciones de vida de la isla; más bien al contrario. Y Chávez no dejaba de ser un populista.
Hoy Carlos me cuenta que él y su esposa invertirán parte de sus ahorros en comprar dos casas allá, en su tierra. Una para sus padres y otra para sus suegros. Se lo pueden permitir porque unos miles de Euros son un dineral en aquel país. Se siente aliviado, y yo me alegro por él, porque su familia podrá vivir como él desea. Confortablemente. Mientras caminábamos por la calle me explica que es perfectamente posible defender los derechos de los trabajadores sin tener que identificarse necesariamente con ningún movimiento revolucionario o con ningún sindicato de esos que, desde hace muchos años, solo se muestran diligentes a la hora de defender sus privilegios, los de sus liberados y los de sus líderes. Me habla de ello como si no quisiera cortar el hilo que aún le une a sus orígenes obreros; cuando vivía en una pensión de mala muerte en su ciudad natal y no todos los días comía caliente.
Carlos es ahora empresario, da empleo a once personas y me consta que las trata excelentemente. Vive en las afueras, en un bonito adosado. Cree, y practica, la libre competencia, según dice. Habitualmente negocia los precios de sus servicios con los clientes y compite con otras empresas de su gremio. Y se le da tan bien que se puede permitir ayudar a su hermana a establecerse en Miami, Florida, a donde él viaja un par de veces al año.
No descarta ahorrar para comprar un apartamento en South Beach, donde muchos españoles han invertido desde hace años. Por si la idea se materializaba, me pidió en Mayo la dirección y el teléfono de algún agente inmobiliario que conozco allí.
Pero no vayan a creer que Carlos ha perdido su sentido solidario. Sé que colabora con distintas obras sociales, y no solo con dinero; también como voluntario. No se ha deshumanizado, cosa que hubiera hecho relamerse de gusto a más de un cazador de burgueses, de esos que aún quedan por ahí. Lo que ha sucedido, ni más ni menos, es que ha tenido la oportunidad de ver las cosas desde diferentes puntos de vista y ha podido establecerse en una sociedad que, para él, era el paradigma de la opresión y que, ahora, es lo menos malo que ha conocido.
En su último cumpleaños me dijo con media sonrisa: “me he convertido en lo que yo despreciaba por sistema, en un país que despreciaba por sistema” “¿Y eso es malo?” contesté. “No. Estoy agradecido de que todo nos haya ido bien aquí.”
No pude evitarlo. Mientras él sacaba unas croquetas de la freidora, le dí unas palmaditas en el hombro y le felicité “Pues nada, hombre. Me alegro de veras. Bienvenido al Liberalismo”. Me miró sorprendido. “¿Tú crees…?”
“Bueno, no me lo tengas en cuenta. En realidad, es que si no te lo digo, reviento” le aseguré, mientras me llevaba los refrescos al salón.