
Hablando de psicología, materia en al que no soy experto y ni siquiera llego a aprendiz, mantengo desde hace mucho tiempo una “batalla” (perdida) contra ciertas opiniones que, por ser hoy ampliamente mayoritarias, se dan por ciertas sin ni siquiera posibilidad de contestación.
El caso es que conozco a más de uno que me mira mal porque opino que hay niños cuyo mal comportamiento no se debe a ningún complejo, maltrato, vejación o dejación por parte de los padres y educadores. Hay niños que son malos porque lo son, porque les gusta serlo y porque les atrae más hacer lo malo antes que lo bueno. Y no siempre es posible corregir esta conducta.
Del mismo modo, existe la inercia generalizada de “disculpar” a muchos adultos delincuentes con argumentos tales como infancias complicadas, malos ejemplos y familias desestructuradas. Puedo estar de acuerdo en algunos casos, pero no en todos. Creo, y defiendo, que muchos de esos adultos tienen la oportunidad, sea lo que sea por lo que hayan pasado en su infancia, de reconocer que su mala conducta es mala, del mismo modo que podría darse cuenta un mal educado que comiera entre personas con un mínimo de buenos modos que es él quien se comporta como un cavernícola. Otra cosa sería que el mal educado decidiera corregirse.
Los informes psiquiátricos a los que sometieron hace un par de meses a Joseph Fritzl, el bestia aquél que encerró a su hija en un sótano por veinticuatro años, demuestran que está en sus cabales. Dicho de otro modo; que secuestró a su hija y abusó de ella porque le dio la real gana.
Cuando se habla de estos asuntos, suelo tener la sensación de que esta sociedad ha caído en la costumbre de calificar a cierto tipo de criminales como víctimas para quitarse un problema ético de encima. (A decir verdad, digo ético en lugar de moral, porque lo moral también parece proscrito en estos días)
Pero cuando uno se acerca, por uno u otro motivo, al mundo de la delincuencia juvenil y de los adolescentes conflictivos, se reafirma en dicha sensación.
He podido comprobar que los jóvenes que acaban viviendo en ciertas instituciones dependientes de las administraciones públicas, ven fomentadas, en muchas ocasiones, sus malas pautas de comportamiento, por un aberrante sistema en el que los cuidadores ni siquiera pueden pensar en defenderse de las agresiones que puedan sufrir por parte de jóvenes violentos que, además, saben que gozan de esa impunidad.
Los equipos de psicólogos que atienden en primera instancia los casos de adolescentes, ya sean delincuentes, toxicómanos, maltratadotes de sus propios padres o cosas por el estilo, tienen como premisa buscar el origen de tales comportamientos en las familias; cosa que me parece correcta, precisamente porque hay que tener en cuenta todas las posibilidades para actuar por eliminación de las mismas. El problema se presenta cuando, comprobado el estilo de vida de dichas familias, se da algún caso, que conozco de primera mano, en el que dichos psicólogos y trabajadores sociales se empeñan en buscar problemas donde no los hay, simplemente por no reconocer que hay chicos y chicas que son bordes rematados porque les gusta serlo, sin que necesariamente se tengan que dar circunstancias tales como abandono de los padres, abusos, malos tratos, toxicomanías u otras causas parecidas.
Es a partir de ese crucial momento en el los responsables de dichos servicios deciden que un muchacho o una muchacha que golpea a sus padres o que roba reiteradamente en tiendas es, por obligación, víctima de algo que causa ese comportamiento, cuando dicho adolescente entra en una dinámica que da como resultado un escasísimo índice en cifras de resultados positivos.
Abundan los casos de agresiones y desobediencia a los cuidadores por parte de estos menores conflictivos, quienes se saltan las normas de los centros de acogida, a sabiendas que esa desobediencia no les va a traer ninguna consecuencia. Un ejemplo más habitual de lo que muchos pudieran imaginar:
Un chico de quince años, viviendo en uno de estos centros para menores de Zaragoza, no vuelve a la hora límite que su centro cierra sus puertas; las siete de la tarde. De hecho regresa cuatro días después en un coche policial. Ha dormido, con otro amigo, en portales. Durante esos días se ha alimentado de lo que ha robado en tiendas. El dinero para el tabaco lo ha conseguido pidiendo en la calle. Ha bebido todo el alcohol que ha querido, robado también en cualquier comercio. Cansado, sucio y con ganas de ducharse, para al primer coche patrulla de la policía local que encuentra y les dice que le lleven a su centro. Como un taxi. La sanción que le impone el responsable de dicho centro: tres horas limpiando un jardín y barriendo un patio. Como ya no le queda tabaco, en el centro le dan cuatro cigarrillos para la mañana y otros cuatro para la tarde. “Es que no le vamos a prohibir fumar. Todos sus amigos (mayores que él varios años) fuman y el chico puede sentirse desplazado y menospreciado”, me explicaba uno de los cuidadores.
Pero el que, una vez más, queda como un auténtico tarado soy yo, por recordarle al funcionario que es ilegal suministrar tabaco a un menor de edad. Mientras tanto, el chaval de que les hablo, al cabo de un par de meses más de vivir fuera de su hogar, ya ha aprendido donde se compra la mejor hierba y cuales son los mejores sitios donde robar el dinero para comprarla. También sabe ya cómo forzar los autos más sencillos y antiguos, para desvalijarlos o dormir en ellos. La cerveza ya no le atrae tanto, porque es más fácil ocultar una botella de brandy que seis u ocho latas al pasar por el arco de seguridad del supermercado.
Y, sobre todo, y para desesperación de su familia y el fiscal de menores, conoce al dedillo que, por tener quince años aún, es prácticamente intocable y, si las cosas vienen peor dadas, puede librarse del marrón acusando a los monitores del centro de agresión o abusos sexuales.
El tarado que esto escribe ha conocido hoy a un matrimonio que sufre el terrible problema de tener un hijo de catorce años incontrolable, al que han tenido que denunciar en fiscalía de menores por continuas agresiones en el hogar, no solo a ellos; también a su hermanito de seis años.
Mientras la madre llora con un desconsuelo que hace muchos años que no veía yo en nadie, el padre, casi sin poder hablar, me ha contado que el fiscal les ha dejado claro que, si iban a poner la denuncia, que luego no se echaran atrás, porque sería mucho peor y el chico percibiría que les había vencido.
No he tenido valor para contarles lo que he visto en otros casos, ni lo que les espera a ellos como matrimonio. Hoy ha comenzado para ellos un verdadero calvario de entrevistas semanales con los psicólogos de la Diputación General de Aragón, en las que se pretenderá que se sientan culpables y responsables de tener un hijo que es un auténtico cabrito con pintas, y le quito años. No le visitarán en el centro. Quedarán para verle en las dependencias de algún centro de orientación. Y mientras el chico tiene todas las posibilidades de terminar como un indeseable, ellos correrán el riesgo, inducido por estos paladines del buenismo y el concepto russoniano del individuo, de dar al traste con su relación y el resto de su familia, como ha sucedido a otros en alguna ocasión, perdidos en un océano de dudas y falsas culpas.
Ahora, que me vuelva a enviar un mail cierta persona que, por hablar desfavorablemente del ¿sistema? de valores actual, me llamó fatalista e imbécil, y que me diga que no pasa nada y que esto son hechos aislados, que lo llevo de la mano a los centros de menores que conozco. A ver si tiene valor para estar como voluntario una semana.
El caso es que conozco a más de uno que me mira mal porque opino que hay niños cuyo mal comportamiento no se debe a ningún complejo, maltrato, vejación o dejación por parte de los padres y educadores. Hay niños que son malos porque lo son, porque les gusta serlo y porque les atrae más hacer lo malo antes que lo bueno. Y no siempre es posible corregir esta conducta.
Del mismo modo, existe la inercia generalizada de “disculpar” a muchos adultos delincuentes con argumentos tales como infancias complicadas, malos ejemplos y familias desestructuradas. Puedo estar de acuerdo en algunos casos, pero no en todos. Creo, y defiendo, que muchos de esos adultos tienen la oportunidad, sea lo que sea por lo que hayan pasado en su infancia, de reconocer que su mala conducta es mala, del mismo modo que podría darse cuenta un mal educado que comiera entre personas con un mínimo de buenos modos que es él quien se comporta como un cavernícola. Otra cosa sería que el mal educado decidiera corregirse.
Los informes psiquiátricos a los que sometieron hace un par de meses a Joseph Fritzl, el bestia aquél que encerró a su hija en un sótano por veinticuatro años, demuestran que está en sus cabales. Dicho de otro modo; que secuestró a su hija y abusó de ella porque le dio la real gana.
Cuando se habla de estos asuntos, suelo tener la sensación de que esta sociedad ha caído en la costumbre de calificar a cierto tipo de criminales como víctimas para quitarse un problema ético de encima. (A decir verdad, digo ético en lugar de moral, porque lo moral también parece proscrito en estos días)
Pero cuando uno se acerca, por uno u otro motivo, al mundo de la delincuencia juvenil y de los adolescentes conflictivos, se reafirma en dicha sensación.
He podido comprobar que los jóvenes que acaban viviendo en ciertas instituciones dependientes de las administraciones públicas, ven fomentadas, en muchas ocasiones, sus malas pautas de comportamiento, por un aberrante sistema en el que los cuidadores ni siquiera pueden pensar en defenderse de las agresiones que puedan sufrir por parte de jóvenes violentos que, además, saben que gozan de esa impunidad.
Los equipos de psicólogos que atienden en primera instancia los casos de adolescentes, ya sean delincuentes, toxicómanos, maltratadotes de sus propios padres o cosas por el estilo, tienen como premisa buscar el origen de tales comportamientos en las familias; cosa que me parece correcta, precisamente porque hay que tener en cuenta todas las posibilidades para actuar por eliminación de las mismas. El problema se presenta cuando, comprobado el estilo de vida de dichas familias, se da algún caso, que conozco de primera mano, en el que dichos psicólogos y trabajadores sociales se empeñan en buscar problemas donde no los hay, simplemente por no reconocer que hay chicos y chicas que son bordes rematados porque les gusta serlo, sin que necesariamente se tengan que dar circunstancias tales como abandono de los padres, abusos, malos tratos, toxicomanías u otras causas parecidas.
Es a partir de ese crucial momento en el los responsables de dichos servicios deciden que un muchacho o una muchacha que golpea a sus padres o que roba reiteradamente en tiendas es, por obligación, víctima de algo que causa ese comportamiento, cuando dicho adolescente entra en una dinámica que da como resultado un escasísimo índice en cifras de resultados positivos.
Abundan los casos de agresiones y desobediencia a los cuidadores por parte de estos menores conflictivos, quienes se saltan las normas de los centros de acogida, a sabiendas que esa desobediencia no les va a traer ninguna consecuencia. Un ejemplo más habitual de lo que muchos pudieran imaginar:
Un chico de quince años, viviendo en uno de estos centros para menores de Zaragoza, no vuelve a la hora límite que su centro cierra sus puertas; las siete de la tarde. De hecho regresa cuatro días después en un coche policial. Ha dormido, con otro amigo, en portales. Durante esos días se ha alimentado de lo que ha robado en tiendas. El dinero para el tabaco lo ha conseguido pidiendo en la calle. Ha bebido todo el alcohol que ha querido, robado también en cualquier comercio. Cansado, sucio y con ganas de ducharse, para al primer coche patrulla de la policía local que encuentra y les dice que le lleven a su centro. Como un taxi. La sanción que le impone el responsable de dicho centro: tres horas limpiando un jardín y barriendo un patio. Como ya no le queda tabaco, en el centro le dan cuatro cigarrillos para la mañana y otros cuatro para la tarde. “Es que no le vamos a prohibir fumar. Todos sus amigos (mayores que él varios años) fuman y el chico puede sentirse desplazado y menospreciado”, me explicaba uno de los cuidadores.
Pero el que, una vez más, queda como un auténtico tarado soy yo, por recordarle al funcionario que es ilegal suministrar tabaco a un menor de edad. Mientras tanto, el chaval de que les hablo, al cabo de un par de meses más de vivir fuera de su hogar, ya ha aprendido donde se compra la mejor hierba y cuales son los mejores sitios donde robar el dinero para comprarla. También sabe ya cómo forzar los autos más sencillos y antiguos, para desvalijarlos o dormir en ellos. La cerveza ya no le atrae tanto, porque es más fácil ocultar una botella de brandy que seis u ocho latas al pasar por el arco de seguridad del supermercado.
Y, sobre todo, y para desesperación de su familia y el fiscal de menores, conoce al dedillo que, por tener quince años aún, es prácticamente intocable y, si las cosas vienen peor dadas, puede librarse del marrón acusando a los monitores del centro de agresión o abusos sexuales.
El tarado que esto escribe ha conocido hoy a un matrimonio que sufre el terrible problema de tener un hijo de catorce años incontrolable, al que han tenido que denunciar en fiscalía de menores por continuas agresiones en el hogar, no solo a ellos; también a su hermanito de seis años.
Mientras la madre llora con un desconsuelo que hace muchos años que no veía yo en nadie, el padre, casi sin poder hablar, me ha contado que el fiscal les ha dejado claro que, si iban a poner la denuncia, que luego no se echaran atrás, porque sería mucho peor y el chico percibiría que les había vencido.
No he tenido valor para contarles lo que he visto en otros casos, ni lo que les espera a ellos como matrimonio. Hoy ha comenzado para ellos un verdadero calvario de entrevistas semanales con los psicólogos de la Diputación General de Aragón, en las que se pretenderá que se sientan culpables y responsables de tener un hijo que es un auténtico cabrito con pintas, y le quito años. No le visitarán en el centro. Quedarán para verle en las dependencias de algún centro de orientación. Y mientras el chico tiene todas las posibilidades de terminar como un indeseable, ellos correrán el riesgo, inducido por estos paladines del buenismo y el concepto russoniano del individuo, de dar al traste con su relación y el resto de su familia, como ha sucedido a otros en alguna ocasión, perdidos en un océano de dudas y falsas culpas.
Ahora, que me vuelva a enviar un mail cierta persona que, por hablar desfavorablemente del ¿sistema? de valores actual, me llamó fatalista e imbécil, y que me diga que no pasa nada y que esto son hechos aislados, que lo llevo de la mano a los centros de menores que conozco. A ver si tiene valor para estar como voluntario una semana.