
Hace muchos años que me proclamo defensor de la aplicación de cadena perpetua para ciertos delitos, entendiendo por tal que un criminal ingrese en prisión hasta el fin de sus días. De hecho, la creo absolutamente necesaria para la defensa de la sociedad ante casos similares a los que en estos últimos tiempos han saltado a los medios de comunicación.
En realidad, no estoy convencido de que la instauración de dicha pena tuviera un efecto coactivo suficiente ante quienes planearan, de algún modo, cometer alguno de los crímenes que, a mi juicio, merecerían que el culpable estuviese recluido de por vida. No defiendo su aplicación por este motivo.
Tampoco varía un solo ápice en mi ánimo el que una niña, un policía, un militar, un político o un dependiente de estación de gasolina hayan sido asesinados. En ese aspecto, pienso lo mismo en caliente y al enterarme del crimen, que antes o mucho después, cuando la rabia del momento deja paso a un dolor más lúcido.
Mi planteamiento de defensa de la cadena perpetua pasa por dar mucha más importancia al principio de restitución. Hay daños que no pueden ser reparados ni con el mayor de los arrepentimientos, ni por el más sincero deseo de pedir perdón, ni por una compensación material que, en muchos casos, ni siquiera llega a paliar el perjuicio económico causado por un crimen.
En mi opinión, abominaciones tales como el abuso y violación sexuales, el asesinato o ciertos delitos continuados y reincidentes merecerían una revisión en el código penal. Del mismo modo, también pediría el cumplimiento completo de condenas en ciertos delitos que crean tanta alarma social en el momento de ser descubiertos como al hacerse público que el culpable sale en libertad, o goza de ciertos privilegios inmerecidos, al poco tiempo de ingresar en prisión.
Quizás el hecho de que algunos dirigentes parezcan reticentes a debatir sobre la cadena perpetua sea debido al afán de reinserción del delincuente o al temor a querer abordar el tema en sí para no caer en la trampa de ser tachado de autoritario, cosa que espanta a la práctica totalidad de políticos de hoy día, más sensibles a proteger al delincuente que a velar por los intereses del inocente.
Yo estoy convencido de que la justicia debe procurar primero que el delincuente restituya el daño, si ello es posible. Por tanto, y tomando el ejemplo de un asesinato y partiendo de la base de que la sentencia fuera justa y totalmente probatoria en cuanto a la culpabilidad del asesino, yo sería partidario de su ingreso perpetuo en prisión, teniendo en cuenta que la vida que ha quitado es imposible restituir, como lo es también el daño y perjuicio causado a familiares, si los hubiere. O en otras palabras, hizo un perjuicio que resulta imposible reparar. Prefiero mil veces esto, antes que enterarme un buen día, doce años después, de que dicho asesino está en la calle, posiblemente cobrando una paga por desempleo, beneficiándose de planes de inserción, y con la posibilidad de acudir a ciertos canales de televisión para contar su historia, a cambio de dinero, si el crimen cometido fue suficientemente sangriento. Cuando esto sucede, no solo no se ha restituido el daño, también se comete un agravio a la víctima y a las personas que han sufrido su pérdida.
La petición de cadena perpetua está convirtiéndose en clamor popular. Está en debate en diversos medios. Hay quien la defiende, hay quien solo llega a pedir el cumplimiento completo de las penas. Otros dan preferencia a la reinserción del criminal, anteponiéndola a la gravedad del delito cometido. Lo que más me preocupa de todos estos debates es que apenas oigo hablar del principio de restitución. Principio que parece contemplarse más en un delito económico, y no siempre, pero que pasa desapercibido cuando se trata de casos más graves como los que todos tenemos en mente.
La imagen que acompaña esta entrada corresponde a una encuesta sobre cadena perpetua efectuada en este blog durante septiembre y octubre de 2008. El resultado a favor del SI fue mayoritario entonces.