
En 2005, esta mujer encontró en un bar al violador de su hija, quien llevaba tiempo disfrutando de permisos carcelarios. Ella sufría severos trastornos de ansiedad desde que dicho violador atacó a su hija. Cuando supo que él estaba por el vecindario, decidió vengarse.
Al margen de las muchas consideraciones que el tribunal haya tenido que tomar para enjuiciar este caso, entre las que, sin duda se encuentra ponderar el estado mental y anímico de la acusada, yo me encuentro en un conflicto interno entre mi posición como ciudadano que debe confiar en la ley, mi punto de vista como padre de una muchacha de 16 años y mis creencias religiosas.
Chocan en mi mente ciertos conceptos. Por un lado, mi deber de comportarme como un ciudadano que respeta y sostiene la ley. En frente, mi percepción de que el daño infringido a la muchacha y a su madre es imposible de restituir y, por tanto, el castigo de unos pocos años de cárcel que se verían reducidos con permisos fuera de prisión carece de valor restitutivo. Pero la balanza de mi análisis tiene un tercer brazo, en el que pesan mucho mis principios.
Alguien me comentó hace un par de horas, con un cierto interés de ponerme en un compromiso, que si a mi hija le sucediera lo que a la muchacha de este caso, yo tendría que perdonar y no matar, como dice el 5º mandamiento. No deja de resultarme curioso como ciertas personas que no profesan creencia alguna disfrutan con intentar ponernos a los creyentes ante “callejones sin salida”. Interesante cuestión, en cualquier caso.
¿Sería posible que yo perdonara al hipotético violador de mi hija? No deseo verme en semejante momento, porque no puedo asegurar que yo pudiese perdonar. Pero sí tengo muy clara una cosa. A la hora de defender su propia integridad o la de sus seres queridos, un cristiano debe tener en cuenta un par de principios:
El 5º mandamiento, en realidad, dice: “no asesinarás”. Es decir; “no derramarás sangre inocente”.
Cuando una persona necesita defender su integridad y su vida, quien le está atacando lo hace con intenciones de dañar o matar. Por tanto, el agresor no es inocente. No es “sangre inocente”, porque su deseo es causar dolor o muerte.
En el caso particular de esta señora, hoy condenada a nueve años de prisión, la muerte del agresor sucedió años después; con lo que estamos hablando de venganza, aunque también intervengan otros factores como la enajenación mental de la condenada que, dicho sea de paso, es otro daño que el agresor tampoco hubiera podido restituir nunca.
Sobre este aspecto – la venganza en tal situación – no puedo pronunciarme personalmente porque, como padre de una muchacha, soy parcial. Tan solo puedo decir que me duele que esta madre tenga que ir a prisión. Pero si aclararé lo siguiente. Ningún padre puede sentirse minimamente protegido ni satisfecho por una ley que permite a un violador salir a la calle habiendo cumplido la mitad de una exigua condena.
¿Se debería haber desestimado la condena, debido al sufrimiento y situación psicológica y anímica de la madre? Mi corazón me dice que sí pero, mucha atención; el haber sobreseído el caso podría haber provocado una ola de imitadores con repercusiones difíciles de calcular.
Dejo el asunto a la conciencia y preparación de cada uno. Yo siento verdadera compasión por esta madre y su hija. Por el muerto, no puedo evitar pensar que su viuda y sus hijos están mejor sin él.