En los últimos días, la inmensa mayoría de medios
de comunicación, sus comunicadores, periodistas y tertulianos, así como no
pocos usuarios de redes sociales, y hasta la ciudadanía en general, no han
dejado de felicitarse por el cuarenta aniversario de la Constitución del ’78.
Seguramente, si somos conformistas, si nos dejamos
llevar por la corriente de opinión dominante, si tenemos menos sentido crítico
que una lechuga y aún menos deseo de informarnos que un mejillón de roca,
podemos felicitarnos porque aceptamos la mayor; es decir: que la transición
desde la dictadura a la democracia fue ejemplar, que no hubo enfrentamiento
armado entre distintas facciones y que los políticos tuvieron suficiente altura
de miras para buscar la concordia y mirar hacia un futuro prometedor de paz y
prosperidad.
Vale. Quedémonos con eso, dejémonos de problemas y
evitemos cualquier inconveniente que pueda traernos disentir y tratar de
desvelar a la vista de todos que lo que ahora vivimos; que la desmembración de
la nación, la desigualdad entre regiones, el saqueo de los recursos públicos y
de los bolsillos de los contribuyentes, el desprestigio de España en el mundo y
el resurgimiento del más peligroso radicalismo que pueda sufrir un país, son
fenómenos puntuales y no los resultados inevitables de aquél despropósito que
la gente votó y aceptó por inmensa mayoría, a propuesta de unos políticos que,
desde el primer día de entrada en vigor como Carta Magna, comenzaron a favorecer
oscuros intereses, alejándose de las necesidades reales de una ciudadanía a la
que se le había prometido, entre otras muchas cosas, libertad e igualdad.
Quedémonos con eso, y no nos quejemos más de las
consecuencias.
Ayer, 13 de diciembre, César Vidal publicó en su blog un artículo, “Reforma o muerte”, que complementa de un modo
incontestable al editorial de un reciente programa de La Voz de César Vidal,
cuyo audio reproduzco aquí.
“Reforma o muerte” viene a
recordarnos lo que la Constitución del ’78 dejó atado y bien atado y que no fue
otra cosa que sentar las bases necesarias para que las antiguas castas, que ya
gobernaban mucho antes que el franquismo, y las nuevas castas, que llegaban a
reclamar su parte del festín, pudieran repartirse el verdadero poder, superior
al de los partidos políticos y sus mafias sindicales, con el que perpetuar su
nefasta influencia sobre una sociedad domesticada a la que se le puso ante los
ojos una ilusión de libertad e independencia.
España no tiene el capital humano necesario para
que sea el pueblo el impulsor de los cambios tan necesarios para un futuro
próspero. España tiene excepciones, sí. Numerosas, si buscamos bien. Pero no
existe una mayoría ciudadana suficiente que se atreva a opinar fuera del salón
de su casa o del bar y dispuesta a presentar la batalla de las ideas. Y las
castas, sabedoras del apático y desinteresado modo de ser español en lo que se
refiere a tales asuntos, saben que s suficiente alimentar al rebaño las
distracciones suficientes para mantenerlo manso y distraído.
Reproduzco a continuación mi comentario al artículo
“Reforma o muerte”, y cierro definitivamente el capítulo de opiniones sobre la
Constitución del ’78, con la casi completa certeza de que no volveré a escribir
sobre el particular hasta que no se produzca algún cambio que realmente merezca algún
comentario más esperanzador.
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