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El Aciago día en el que España, sin saberlo entonces y sin darse apenas
cuenta aún hoy, abandonó la línea
temporal que le llevaba hacia el futuro, para quedar girando en un bucle que
invariablemente le devuelve al mismo
sitio, fue aquella fecha en la que tantos perdieron la vida, y muchos más la
continuaron en medio de la mayor de las tragedias hasta que pocos años después
cayeron en el olvido más indiferente, y solo comparable al que sufren las
víctimas de ETA hasta hoy.
Fue el 11M del año 2004. España era un país en general próspero, aunque
arrastraba ciertas enfermedades que, a fuerza de parasitarnos a todos nosotros,
sufridos y pagadores ciudadanos, eran asumidas como inevitables por causa de la
corrupción política, económica y moral de una clase dirigente que, siguiendo
los deseos de quienes ponen el dinero desde más arriba, marcaban el paso a la
sociedad española sin que ésta apenas se preocupase por ello.
Unos años antes nos habían metido en el Euro. Todo se había encarecido
desde entonces, pero el dinero circulaba alegremente y no pocas familias de
clase media trabajadora, desde hacía tiempo, se habían hipotecado en una
vivienda nueva y mejor que la anterior, disponían de varios autos, de segunda
vivienda de vacaciones, y pedían microcréditos para viajar en verano a Punta
Cana para poder contar posteriormente a sus amigos que habían estado allí,
precisamente donde también habían estado esos mismos amigos dos semanas antes o
estarían dos semanas después.
Primero fue Cofidís el que se anunciaba todas las mañanas en los
programas de marujeo de televisión. Luego llegaron las otras compañías. Pasta
fácil. Sus intereses eran enormes, comparados con los ya abusivos de los bancos
y cajas. Pero eso no importaba. Entraban varios sueldos en casa y había que comprar
la nueva y cara pantalla de LCD y deshacerse de la antigua, mucho más
voluminosa y con menos funciones. Había que abonarse a más canales. Comprar más
productos de tele tienda y hacer otros viajes en Semana Santa, porque con el de
Punta Cana en verano no era suficiente… para presumir delante de los que
presumían más que uno.
Todo iba bien. Los hijos crecían y, aunque muchas veces no se lo
merecieran, había que ponerles otra pantalla plana en su habitación. Y había
que renovar la Play. Luego aparecería la Xbox. La Wii sería el no va más, o
casi, si la comparábamos con la moto nueva. Más microcréditos. Electrodomésticos
impresionantes a pagar en cuotas. Quizás hasta un tercer auto en la familia;
éste para el hijo que ya era mayor de edad. El director del banco había dicho
que con el crédito de la segunda vivienda, si pedían un poco más, apenas se
notaría en la cuota mensual y estarían pagando el Corsa ese tan chulo y tan
nuevo. Por supuesto que el niño no iba a ser el único del bloque que no tuviera
su propio auto, por favor.
Aquél 11M supondría el final a medio plazo de todo aquél confort de
nuevos casi ricos. La propaganda del hoy santificado Rubalcaba agitó a las
masas, que acogieron a la marca ZP como si fueran los salvadores.
¿Pero salvadores… de qué?
¿De la mejor tasa de empleo desde finales del franquismo? ¿De unos
índices económicos y de prosperidad desconocidos en toda la etapa democrática
hasta entonces? ¿De un prestigio internacional que España jamás debió haber
perdido?
No. Había que salvar a España de creerse que podía llegar a ser una gran
nación de nuevo. Por supuesto que todo era mejorable. Por supuesto que había
corrupción. Por supuesto que muchos errores del pasado no se habían corregido.
Pero España caminaba deprisa y con la cabeza bien alta; y había que salvarla
precisamente de eso. Había que reconducirla hacia la mediocridad, y bien valía
la pena sacrificar 200 muertos y miles de heridos para conseguirlo. Y así se
hizo.
Y pasada la resaca de pánico, de indignación y de llanto; enterrados los
muertos, encendidas las velas en Atocha y atendidos los heridos, España siguió
adelante sin percatarse de que comenzaba para ella un bucle, un día de la
marmota tras otro, un volver una y otra vez a un mismo punto en el que la única
diferencia entre uno y otro día era que España iba siendo menos libre, y más
pobre.
Por inercia esa prosperidad siguió moviéndose hacia adelante sin que los
españoles prestasen atención al negro horizonte que se aproximaba. Apenas dos
años después de los atentados del 11M ya había unos pocos que avisaban de lo
que estaba por venir. Hasta se atrevió alguno de ellos a decir que para
afrontar la feroz crisis que llegaría tarde o temprano, España sólo contaba con
un gobierno de incapaces que vivía de las rentas del anterior y que solo se
ocupaba de implantar a marchas forzadas la emergente ideología de género y de
sumergir al país en un amiente de confrontación cada vez más enrarecido. Pero eso
era catastrofismo, claro está. ¿Para qué íbamos a preocuparnos de la economía,
del desempleo, del terrorismo y del
independentismo rampante y delincuente? Lo que verdaderamente importaba
era el matrimonio gay, la asignatura de
Educación para la Ciudadanía, ganar la guerra civil perdida en el 39 y
blanquear al terrorismo.
Recuerdo nítidamente una mañana de junio de 2006. Yo conversaba con un
amigo cuya ocupación profesional prioritaria era trabajar para promotoras,
inmobiliarias y constructoras elaborando maquetas de edificios y
urbanizaciones. Y hacía ocho años que no daba abasto. Pero esa mañana de junio
de 2006 (vean que insisto en la fecha) me comentó muy preocupado que había
estado en una reunión con el director de una oficina del BBVA, un constructor,
varios contratistas y un par de arquitectos. El motivo de la reunión fue tratar
de acelerar el final de la construcción de una urbanización de adosados para
vender cuanto antes los que aún no estaban comprados sobre plano, porque iba
allegar una crisis económica que “nos iba a partir a todos por la mitad” (sic).
Muchos conocían la llegada de esa crisis e intuían sus dimensiones. Sin
embargo, los bancos y las financieras siguieron dando créditos a mansalva y la
gran mayoría de españoles de a pie continuó endeudándose ferozmente porque
nadie les avisaba del temporal, y los pocos que lo hacían eran tenidos por
indeseables que no habían digerido la derrota de un aznarismo criminal que años
antes había metido a España en una guerra con el único propósito de agradar al
imperialismo.
Llegó 2008 y la crisis. Nadie había querido ver la realidad hasta
entonces y los despidos, el cierre de empresas, comercios, oficinas, entidades
bancarias se acompañaba del descalabro imparable de cientos de miles de
autónomos que iban a la ruina o a la reducción de sus negocios. La construcción
se paró casi por completo, y los gremios dependientes de ella dejaron de
vender, en cuestión de pocos meses, la ingente cantidad de productos asociados
a la edificación de viviendas que se había vendido desde el año 98. Todo caía
en cadena. Tiendas de alimentación, pequeñas ferreterías, tiendas de moda, de
regalos, restauración, librerías, informática, telefonía…, cada mes se
multiplicaban los locales cerrados y los carteles de venta o alquiler se
multiplicaban como hongos por las puertas y ventanas de cualquier calle. Se
acabaron los viajes a Punta Cana.
Las familias apenas podían hacer frente a la primera hipoteca y estaban
en trance de perder su segunda vivienda, su segundo y tercer auto y la mayoría
de sus lujos porque en esas familias solo quedaba un empleo de los dos o tres
que habían tenido y con lo que apenas no habían ahorrado nada porque todo había
sido despilfarro. Los bares, hasta hace poco llenos cada día, ya no vendían la
caña con la tapa más la segunda ronda y las patatas fritas para los niños. Ya
solo se vendían cafés y cervezas, y aún los días de futbol la clientela había
descendido a la mitad. De todas formas, muchos de esos bares ya no encendían la
segunda o tercera pantalla para que todos vieran los partidos de la liga,
porque la SGAE de Zapatero les clavaba a impuestos por cada televisión
encendida.
No pocos de los inmigrantes venidos años antes perdían también sus
empleos y antes de volver a sus países de origen pasaban por la oficina
bancaria a dejar las llaves de un piso que ya no podían pagar. Y muchos
españoles emigraron también, pero España volvió a votar a Zapatero. Un poco
menos, pero le votó. Y otro día de junio, pero esta vez en 2009, una indecente
vicepresidenta del gobierno de España anunció que ya se vislumbraban brotes
verdes en la economía española. Todo se iba a arreglar, pese a lo que gritaran
los catastrofistas esclavos del aznarismo y el imperialismo. Pero los españoles
siguieron perdiendo sus empleos, sus viviendas y su economía. Los comedores
sociales estaban abarrotados. ¿Cómo era posible aquello, si unos pocos años
antes Zapatero dijo que no era cierto que se avecinaba una crisis y que España
jugaba en la “champions lí” de la economía mundial? Aquí pasaba algo. España no
sabía bien qué, pero pasaba algo.
Los brotes verdes anunciados por aquella mentirosa patológica no
germinaron jamás. Si creció algo, fueron zarzas. “Motivos para creer” había
dicho Zapatero para que España le votara de nuevo. Y la España palurda y
sectaria -la mayoría de España- le había votado de nuevo para seguir
voluntariamente engañada y escondiendo la cabeza bajo tierra.
En 2011 ZP y su banda de anormales no daban para más. Pero poco
importaba ya. Todo el daño que podían hacer, lo habían hecho. El trabajo estaba
finalizado y el objetivo, cumplido. La prosperidad de España había sido
demolida y allanada. Detrás de Zapatero, tierra quemada. Llegaron las
elecciones anticipadas y el plan siguió su curso. La debacle de un PSOE
agotado, pero con sus líderes más ricos que antes y bien colocados en sus
retiros dorados dentro y fuera de España, dio paso a una segunda etapa en la
que el país, ignorante hasta las cachas pero esperanzado, aupó hasta La Moncloa
al heredero de Zapatero. Un Mariano Rajoy que había laminado a conciencia a su
Partido Popular hasta convertirlo en un reflejo casi perfecto del
socialdemócrata PSOE.
Se había completado el círculo. Otra legislatura de la marmota había
llegado a su fin. España volvía al punto de partida de un camino de tierra seca
y espinas de socialismo que ya conocía de los años anteriores, pero que se
negaba a recordar. Pero la epatante euforia de la victoria duró poco. Bien
pronto España dejó de ahorcar a Rodríguez Zapatero en efigie para darse cuenta
de que Rajoy y sus secuaces no solo no corregirían nada de lo hecho por el impresentable
anterior, sino que continuarían la labor de éste con paso firme. Ninguna de
ciertas leyes socialistas fue corregida ni derogada. El aborto y la ideología
de género seguían su marcha imparable. El independentismo siguió
fortaleciéndose, los terroristas ganaron más poder en las instituciones, la
crisis económica no acababa de desaparecer pese a que no pocos países ya la
habían dejado atrás. El empleo no crecía, y si lo hacía era en trabajos de
contratación y sueldos precarios. La corrupción seguía presente en todas partes
y el problema político y económico de un estado autonómico como máquina de
despilfarrar dinero y recursos seguía inamovible.
Pero algo sí cambió, y fue para peor. El gobierno de Rajoy, el heredero
aplicado de Zapatero, dio más poder a la Agencia Tributaria y su ministro de
economía Montoro, de triste, infame e indignante recuerdo, se dedicó con
fruición a sangrar a ciudadanos, negocios y empresas. Se inició una época de
persecución fiscal como España no había conocido antes. Los impuestos directos
e indirectos subieron más de lo que había pretendido la izquierda en sus
propuestas electorales. Y lo que no expoliaban los agentes de la Agencia
Tributaria, lo robaba el estado recaudando mediante tales impuestos.
Y pasó esa primera legislatura de Mariano “Zapatero II” Rajoy. Y España
le votó. Menos, pero le votó otra vez. Y todos los problemas que antes
acuciaban a los españoles siguieron agobiándoles del mismo modo, porque Rajoy y
su banda no solucionaron uno solo de ellos. La segunda legislatura del cobarde,
traidor y vago Rajoy no terminó con él en La Moncloa. Pero el trabajo había
finalizado de nuevo y el objetivo estaba cumplido otra vez. España seguía
teniendo su economía triturada, su sociedad quebrada, y por añadidura los
españoles eran aún menos libres. Y Rajoy y su banda, marcharon a sus dorados retiros
mientras llegaba el relevo planificado por las élites mientras España volvía al
punto de partida de otra legislatura de la marmota por camino de tierra seca y
espinas que esta vez tampoco parece reconocer en esta ocasión.
El actual relevo de gobierno sabe bien cuál es la línea a seguir. Pedro
“Zapatero III” Sánchez es un personaje absolutamente menor que ni siente ni
padece. Un falsario pomposo y pretencioso que, sin embargo, cumple con el
principal requisito que la élite necesita de él: ausencia total de escrúpulos.
Él es un producto de esa nueva generación crecida en la televisión basura y en
la política lumpen. No hace falta más, y esta época de la marmota que España
vive ahora prosigue por un rumbo por el que ya hemos transcurrido varias veces,
y en cada ocasión siendo peor que la anterior.
Más socialismo, más aborto, más ideología de género, más desempleo, más
impuestos, más desesperanza, más ausencia de libertades, más desinformación,
más Agencia Tributaria, más demagogia, más corrupción, más independentismo, más
ignorancia, más inmigración sin control, más islam, más manipulación de masas,
más esclavos de la Unión Europea, más indefensos, más engañados, más carestía,
más consignas de barricada, más enfrentamiento, más Zapatero, más Rajoy, y más
Sánchez.
Vivimos una y otra vez en el día de la marmota. Pero esto no es como la
película de Bill Murray. Aquí no hay comedia. Es pura tragedia. Y no parece que
la marmota Phil vaya a salir de su agujero para mirar a tierra y anunciar el
fin del invierno si no ve su sombra. Ya no tenemos líderes capaces de romper la
burbuja que nos ha sido impuesta, porque los políticos que están llegando a
primera fila son de una generación que no ha dado un palo al agua, que no ha
pasado por una entrevista de trabajo, ni servido hamburguesas por tres Euros la
hora ni han buscado un trabajo de verano para pagarse sus caprichos o echar una
mano en la economía familiar. Los nuevos políticos no han vivido otra cosa que
el día de la marmota. No conocen la realidad que existe fuera de los partidos
políticos y sus intrigas, y no van a llevar a España en ninguna otra dirección
que no sea volver una y otra vez al punto de partida en un agobiante bucle,
porque ellos no podrían vivir fuera de ese bucle. Ellos mismos son la esencia
del día de la marmota que España está condenada a repetir.
Publicado en Rambla Libre el 1 de junio de 2019
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