
Que se dediquen monumentos para honrar a asesinos en cualquier país dominado por una dictadura es cosa que no extraña a nadie. Son actos que forman parte de la parafernalia y el método de adoctrinamiento del pueblo. Que buscan justificar las barbaridades del homenajeado convirtiéndolo en símbolo y ejemplo de la propia historia. Podemos encontrar muchos ejemplos de ello por todo el mundo.
Lo que si debería alertarnos es que se haga lo mismo en países donde se supone que la sociedad se dirige mediante un sistema democrático como en el que vivimos los españoles.
Un sistema democrático, insuficientemente fortalecido en su base, y que tiene la siniestra particularidad de estar entregado a los intereses a los de partido hasta tal punto que los nacionalismos parásitos del estado y ciertos grupos económicos de presión que no dudan en manipular para llevar a la cabeza visible del poder a quien considere que puede servir mejor a sus intereses.
Soy de la opinión de que uno de los mayores y peores pesos que aún lleva este país a la espalda, desde que finalizó la dictadura de Franco, es, precisamente, quienes han enarbolado desde entonces la bandera de la libertad para vender a los ciudadanos la idea de que las verdaderas libertades y luchas pro derechos vienen desde esa izquierda que, habiendo gobernado en otras tierras, tan solo ha dejado como herencia el crimen y la pobreza horrendos que ya le ha costado al mundo cien millones de muertos.
Pongamos por caso que a alguien se le ocurriera hoy vender camisetas, posters y pegatinas con la efigie de Pinochet. Con toda razón, algunos reprocharíamos por igual a quien intentara sacar partido y fomentar la imagen del dictador, como a quienes fueran suficientemente estúpidos para adquirir esos productos. El problema profundo; el que muestra hasta que punto un pueblo puede estar cómodamente tumbado sobre el conformismo y el relativismo, lo veríamos en el momento en que otros movilizarían a las masas para que semejante iniciativa comercial no se pudiese realizar, usando como excusa la defensa de las libertades, pero permitiendo abiertamente que en esas supuestas movilizaciones pudiéramos ver unas cuantas banderas comunistas y otros tantos carteles representando a esos iconos que, obedeciendo a ciertas tácticas comerciales y políticas, la gente está acostumbrada a ver como algo cotidiano y a veces atractivo.
Ahora, de nuevo, los nacionalismos radicales (aún dudo que exista alguno que no sea radical) se complacen en el comunismo, que arruina todo lo que toca, en las revoluciones, que está por ver que una revolución haya solucionado algo.
En un pueblo de Galicia – me da exactamente igual cual pueda ser – el ayuntamiento tiene estudiado erigir un monumento al Ché Guevara. Varios metros de alto y en el centro de una rotonda.
¿Qué pretenden homenajear los nacionalistas gallegos? ¿El asesinato selectivo? ¿El indiscriminado? ¿Ambos a un tiempo? ¿El triunfo del socialismo y el comunismo sobre el hambre y la miseria?
Son nacionalistas. Y como todos los nacionalistas, basan su ideología en la manipulación de la historia, en el desprecio al distinto, en creerse mejores que nadie por haber nacido al otro lado de un río o de una montaña. En imponer un idioma o en inventarlo si no lo tienen. En sembrar el odio y el miedo y en hablar de libertad cuando ni siquiera entienden su verdadero significado.
¿Y que van a hacer los demás partidos de Galicia? ¿Y del resto de España?
Actualmente, los únicos colectivos que actúan contra estas iniciativas son los que se han ido creando en los últimos años, como necesidad ciudadana de protesta ante tanto despropósito y tanto ataque a las libertades. Pequeñas semillas de responsabilidad en este campo abonado de relativismo y comodidad.