
Cuando un cliente al que yo había ido a visitar a Vitoria me advirtió, antes de entrar a comer a un restaurante de toda la vida, en el que le conocían desde hace años, que no habláramos de política bajo ningún concepto, le pregunté el motivo. Me explicó que, a pesar de llevar más de diez años comiendo regularmente en el establecimiento, y conocer a los trabajadores y a un buen número de clientes habituales, no tenía nada claro de qué pié cojeaba cada uno. O lo que es lo mismo. No confiaba ni en aquellos con los que había desarrollado, con los años, una relación más larga de vecindad.
Ni que decir tiene que comimos excelentemente y que charlamos de variados temas, evitando la política, el futbol – que suele derivar en política con poco esfuerzo – ni de ningún otro asunto que pudiera dar a entender lo que no se puede dar a entender por aquellas tierras, si no quieres que te revienten el negocio o algo peor.
Ya de vuelta en sus oficinas, le confesé que me parecía muy triste tener que llegar a tal situación, en la que no puedes comentar lo que quieras por temor de que alguien, poniendo el oído, te marque como mal vasco ante los que adjudican la denominación de origen de buen ciudadano originario de Euskal Herría. Me dijo que una vez contestó a dos tipos en un bar, que gritaban a favor de ETA, tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Por supuesto, nunca pudo volver a ese bar. Tras reventarle las ruedas de su coche en varias ocasiones, le dejaron en paz. Pero nada volvió a ser lo mismo. Ya estaba etiquetado como españolista.
Hoy me ha llamado para explicarme que se va. Se retira de su actividad laboral. No quiere mantener más vínculos de los necesarios con su tierra. Traspasa el negocio y se muda a un apartamento en la Costa Dorada , que compró hace tiempo. “lo que mas me gusta cuando voy allí a descansar – me decía su esposa – es que bajamos a la cafetería a desayunar y podemos hablar de lo que nos da la gana, con quien nos da la gana”.
En realidad, ese era el sueño de ambos. En cuanto sus hijos se colocaran, ir a vivir a otro lugar donde no tuvieran que sentir ese miedo cotidiano a que algún día les tocara recibir una carta de extorsión, una diana pintada en la puerta de su oficina, o sufrir el vacío de su vecindario, ya fuera por miedo o por odio.
Esta es la última noche que pasarán en piso en el que han vivido desde que se casaron. Según me confesaron, se van con poca tristeza. Hasta hoy se han sentido desesperados en muchísimas ocasiones por todo lo que han tenido que ver en su tierra. Tampoco sienten ya culpabilidad alguna. Me dijeron que hace mucho tiempo sí; cada vez que hacían planes para ir a vivir lejos, cuando fueran más mayores, porque les parecía que abandonaban el barco en pleno naufragio sin hacer lo suficiente para mantenerlo a flote. Hoy ya no piensan de ese modo. Están convencidos de que el problema del País Vasco no tiene solución, porque hay demasiada gente que aprueba, de un modo u otro, la práctica del asesinato, la segregación, la xenofobia y el odio, incluso contra los “vascos de pura cepa” que se desvían del sendero nacionalista o que, simplemente, consideran a los “españolistas” como a iguales que piensan distinto.
Mañana comerán, cenarán y dormirán a cientos de kilómetros de lo que fue su hogar, del que ya no desean saber nada más. Y se van sin ruidos ni despedidas; como quien desea desaparecer para que no le encuentren. Y durante el primer desayuno del resto de sus vidas, saludarán al camarero que les atiende desde hace tantos veranos y hablarán con él lo que les dé la gana.