
El pecado que cometió Rosario fue ser una indigente que dormía en un cajero automático; cosa imperdonable para toda una serie de descerebrados anormales que van de chicos duros.
Rosario lo tuvo todo, según cuentan. Secretaria de dirección en una empresa y una vida acomodada. Algo sucedió en su vida y todo cambió. Acabó tirada en la calle. Sin recursos. Enganchada al alcohol barato y alimentándose en albergues o con los bocadillos que repartían las monjas. Llegó a ser la pobre del barrio en el que decidió hacer su vida. No hay barrio que se precie, en toda gran ciudad, que no tenga su pobre, tan cotidiano como el vendedor de prensa, la farmacéutica o el frutero.
Rosario era una pobre al uso. Experta en frío e intemperie, entendía de cartones y periódicos, buenos aislantes, junto con el brick de don Simón y el abrigo de cuarta mano. Había llegado a ese status en el que los grandes almacenes se conocen desde fuera, porque en los únicos sitios donde puede uno proveerse de algo son los comedores sociales y los roperos de Cáritas, terrible modo de vida que le coloca a uno el cuarto de estar en el banco de un parque y el dormitorio debajo de un puente. Y cuando llegaba la noche, mientras los demás se recogían en sus hogares, Rosario se dirigía al cajero automático habitual donde, al menos, podía protegerse del frío y la lluvia.
Me pregunto cuantas veces debió pensar ella, a punto de dormir, en esos otros indigentes que han muerto golpeados y quemados a manos de salvajes inadaptados que no le dan tanto valor a la vida humana como a un paquete de tabaco.
Tuvo Rosario la mala suerte de cruzarse en el camino de tres jóvenes de esos, como los que abundan desde hace años por nuestras calles. Chicos que tienen por corazón una Xbox y por cerebro un litro de calimocho. Y ellos, tan modosos ahora ante el juez, quisieron divertirse y “darle un susto”
El vídeo de seguridad del banco les muestra alegres, satisfechos, crueles. Contentos de su “machada” cuando vuelven con el líquido inflamable y lo derraman sobre ella, para “darle un susto” y prenderle fuego después arrojando un cigarrillo.
Uno de ellos cumple ocho años, ingresado en un centro especial, por ser menor en el momento del asesinato. Los otros dos, mayores de edad cuando “asustaron” a Rosario, han pedido, emocionados, un trato justo al tribunal, durante la última sesión del juicio que ha quedado hoy visto para sentencia.
Nada de lo que hayan podido decir, en su nuevo roll de muchachos educados, devolverá la vida a Rosario Endrinal. Ella murió quemada, y sus asesinos se presentan compungidos, pidiendo perdón a la familia de la fallecida y a las suyas propias. Dos consecuencias terribles encuentro yo en este lamentable asunto.
La primera, que una señora murió atrozmente y en total indefensión, por el desprecio de unos jóvenes embrutecidos a los que no se les puede disculpar con el tópico de las familias desestructuradas ni todas esas maniobras que la psicología moderna usa a discreción para proteger al culpable frente al inocente. Provienen todos de familias acomodadas.
Y la segunda, tan terrible para ellos como la muerte de Rosario, es que tendrán que vivir con el recuerdo perpetuo de haber asesinado a esta mujer por hacerse los “machos”, por divertirse. Digan lo que digan ahora.
La justicia tiene ahora una oportunidad de oro para demostrar lo que es un castigo justo. El juicio está visto para sentencia, pero la mayoría de la gente que conozco piensa, como yo, que estarán en la calle antes de diez años, y que a Rosario Endrinal la olvidaremos todos en tres o cuatro días.
Rosario lo tuvo todo, según cuentan. Secretaria de dirección en una empresa y una vida acomodada. Algo sucedió en su vida y todo cambió. Acabó tirada en la calle. Sin recursos. Enganchada al alcohol barato y alimentándose en albergues o con los bocadillos que repartían las monjas. Llegó a ser la pobre del barrio en el que decidió hacer su vida. No hay barrio que se precie, en toda gran ciudad, que no tenga su pobre, tan cotidiano como el vendedor de prensa, la farmacéutica o el frutero.
Rosario era una pobre al uso. Experta en frío e intemperie, entendía de cartones y periódicos, buenos aislantes, junto con el brick de don Simón y el abrigo de cuarta mano. Había llegado a ese status en el que los grandes almacenes se conocen desde fuera, porque en los únicos sitios donde puede uno proveerse de algo son los comedores sociales y los roperos de Cáritas, terrible modo de vida que le coloca a uno el cuarto de estar en el banco de un parque y el dormitorio debajo de un puente. Y cuando llegaba la noche, mientras los demás se recogían en sus hogares, Rosario se dirigía al cajero automático habitual donde, al menos, podía protegerse del frío y la lluvia.
Me pregunto cuantas veces debió pensar ella, a punto de dormir, en esos otros indigentes que han muerto golpeados y quemados a manos de salvajes inadaptados que no le dan tanto valor a la vida humana como a un paquete de tabaco.
Tuvo Rosario la mala suerte de cruzarse en el camino de tres jóvenes de esos, como los que abundan desde hace años por nuestras calles. Chicos que tienen por corazón una Xbox y por cerebro un litro de calimocho. Y ellos, tan modosos ahora ante el juez, quisieron divertirse y “darle un susto”
El vídeo de seguridad del banco les muestra alegres, satisfechos, crueles. Contentos de su “machada” cuando vuelven con el líquido inflamable y lo derraman sobre ella, para “darle un susto” y prenderle fuego después arrojando un cigarrillo.
Uno de ellos cumple ocho años, ingresado en un centro especial, por ser menor en el momento del asesinato. Los otros dos, mayores de edad cuando “asustaron” a Rosario, han pedido, emocionados, un trato justo al tribunal, durante la última sesión del juicio que ha quedado hoy visto para sentencia.
Nada de lo que hayan podido decir, en su nuevo roll de muchachos educados, devolverá la vida a Rosario Endrinal. Ella murió quemada, y sus asesinos se presentan compungidos, pidiendo perdón a la familia de la fallecida y a las suyas propias. Dos consecuencias terribles encuentro yo en este lamentable asunto.
La primera, que una señora murió atrozmente y en total indefensión, por el desprecio de unos jóvenes embrutecidos a los que no se les puede disculpar con el tópico de las familias desestructuradas ni todas esas maniobras que la psicología moderna usa a discreción para proteger al culpable frente al inocente. Provienen todos de familias acomodadas.
Y la segunda, tan terrible para ellos como la muerte de Rosario, es que tendrán que vivir con el recuerdo perpetuo de haber asesinado a esta mujer por hacerse los “machos”, por divertirse. Digan lo que digan ahora.
La justicia tiene ahora una oportunidad de oro para demostrar lo que es un castigo justo. El juicio está visto para sentencia, pero la mayoría de la gente que conozco piensa, como yo, que estarán en la calle antes de diez años, y que a Rosario Endrinal la olvidaremos todos en tres o cuatro días.