
Repasando el Blog de Jesús Salamanca me enteré, antes que en cualquier otro medio digital, del nuevo episodio de persecución al crucifijo que se da esta vez en Valladolid y que tiene alborotados a ciertos sectores sociales.
No voy a entrar en el jardín de la religiosidad. Soy miembro de una religión que no usa símbolos externos, pero no por ello reprocho que los usen otros. Lo que llama poderosamente mi atención, una vez más, es el hecho de que la aconfesionalidad del Estado, revestida en estos últimos años por un laicismo de salón, feroz en sus críticas contra los símbolos cristianos pero ciegos ante los de alguna otra religión que sí discrimina, persiga incansablemente también al hecho tradicional español.
Hay algo que ni los más dedicados e insistentes defensores de dicho y pretendido laicismo, del que desconocen sus verdaderos principios y lo convierten en algo agotador y estomagante para el ciudadano con criterio, podrán conseguir jamás, precisamente porque no podrán borrar la historia española de siglos y siglos de tradición católica.
Es esta tradición católica la que sigue formando parte de la vida de muchas personas. Y nótese que cuando hablo de tradición no estoy hablando necesariamente de práctica religiosa. Me refiero a la simbología que acompaña cotidianamente a muchos españoles y extranjeros provenientes de países con fuerte implantación católica, que no pisan una iglesia excepto cuando su niño va a hacer su primera comunión, o cuando ellos mismos se casaron ante el cura, cosas estas que suelen ser lo menos importantes de esos días tan señalados, porque todo el mundo está pensando en el convite posterior y los regalos.
Conozco también a algunas personas que, sin practicar en absoluto su religión católica – aunque solo sea suya por estar bautizados en dicha iglesia – participan con fervor en las cofradías de semana santa de las distintas parroquias católicas de la ciudad. O que colocan cada mes de diciembre el belén en sus casas porque queda bonito, aunque no sepan, ni lo pretendan, explicar a sus niños pequeños qué es lo que representa.
Y conozco a católicos practicantes, unos más que otros, como en cualquier otra religión, que son conscientes de que lo católico, como he aludido antes, es parte intrínseca e inseparable de la historia de España.
En cualquier caso, la iconografía y costumbres católicas siguen formando parte de la vida de mucha gente como algo normal, sin llevarlo a extremos de fanatismo. Y eso no lo pueden evitar ni los nuevos, y para mí llamativos, bautismos laicos que se ha celebrado en algún ayuntamiento, ni las curiosas iniciativas que ya se dan en algún centro educacional para escenificar un belén laico, ni todos estos inventos modernos que pretenden sustituir a unas tradiciones a las que detestan, pero de las que pretenden ocupar su lugar.
No considero ético, aunque no sé si es este el caso de Valladolid, que haya quienes pretendan que se retiren los crucifijos y otras iconografías católicas de la vista del público en colegios que hayan sido fundados por ordenes o asociaciones religiosas de la misma confesión. En cuanto a los colegios estatales, a mí no me molesta ver un crucifijo en la pared, pero creo que si esto debe suceder en aras del respeto a todas las confesiones, de modo que no prevalezca ninguna en un centro público, tampoco debería darse el caso de permitir a una niña musulmana aparecer con el velo o cualquier otra manifestación que haga “publicidad”, si podemos llamarlo así, de sus creencias.
Me molesta profundamente que quienes pretenden revestirse de laicismo acaben por convertirse en fanáticos de su movimiento antirreligión, al estilo inquisidor pero con ciertos toques modernos. Se puede ser creyente, practicante y laicista a un tiempo. De hecho, y siempre bajo mi punto de vista, creo que es recomendable que los creyentes aboguen por un estado laico y aconfesional, en el que esté contemplada y respetada la libertad de culto. Y una verdadera libertad de culto debe empezar por el respeto del gobierno y demás instituciones hacia todas las confesiones religiosas, sin disculpar desde su posición de poder que el partido que sostiene al gobierno sea el principal promotor de la persecución y escarnio constante contra un sector de la sociedad española tan numeroso como los católicos, sean estos practicantes o no practicantes.
Inevitablemente, de esta polémica que vuelve a primera plana una y otra vez, me queda un cierto sabor a populismo, a pan y circo y a distracción.
Si tan solo hablásemos de los problemas de la educación en España, este ni siquiera sería el menor de ellos porque, en realidad, ni siquiera constituye un problema. Pero conociendo este país, que nos da diez de cal por cada una de arena, espero que todo esto del crucifijo sí, crucifico no, no rebase el listón de propaganda para subir al de necesidad pública. No vaya a ser el juez Garzón se fije en el asunto y exija el certificado de defunción de Jesucristo, califique a Judas como represaliado por los fundamentalistas cristianos, y conceda a Poncio Pilatos el status de objetor por inhibirse de juzgar al Salvador por cuestiones de conciencia.
No voy a entrar en el jardín de la religiosidad. Soy miembro de una religión que no usa símbolos externos, pero no por ello reprocho que los usen otros. Lo que llama poderosamente mi atención, una vez más, es el hecho de que la aconfesionalidad del Estado, revestida en estos últimos años por un laicismo de salón, feroz en sus críticas contra los símbolos cristianos pero ciegos ante los de alguna otra religión que sí discrimina, persiga incansablemente también al hecho tradicional español.
Hay algo que ni los más dedicados e insistentes defensores de dicho y pretendido laicismo, del que desconocen sus verdaderos principios y lo convierten en algo agotador y estomagante para el ciudadano con criterio, podrán conseguir jamás, precisamente porque no podrán borrar la historia española de siglos y siglos de tradición católica.
Es esta tradición católica la que sigue formando parte de la vida de muchas personas. Y nótese que cuando hablo de tradición no estoy hablando necesariamente de práctica religiosa. Me refiero a la simbología que acompaña cotidianamente a muchos españoles y extranjeros provenientes de países con fuerte implantación católica, que no pisan una iglesia excepto cuando su niño va a hacer su primera comunión, o cuando ellos mismos se casaron ante el cura, cosas estas que suelen ser lo menos importantes de esos días tan señalados, porque todo el mundo está pensando en el convite posterior y los regalos.
Conozco también a algunas personas que, sin practicar en absoluto su religión católica – aunque solo sea suya por estar bautizados en dicha iglesia – participan con fervor en las cofradías de semana santa de las distintas parroquias católicas de la ciudad. O que colocan cada mes de diciembre el belén en sus casas porque queda bonito, aunque no sepan, ni lo pretendan, explicar a sus niños pequeños qué es lo que representa.
Y conozco a católicos practicantes, unos más que otros, como en cualquier otra religión, que son conscientes de que lo católico, como he aludido antes, es parte intrínseca e inseparable de la historia de España.
En cualquier caso, la iconografía y costumbres católicas siguen formando parte de la vida de mucha gente como algo normal, sin llevarlo a extremos de fanatismo. Y eso no lo pueden evitar ni los nuevos, y para mí llamativos, bautismos laicos que se ha celebrado en algún ayuntamiento, ni las curiosas iniciativas que ya se dan en algún centro educacional para escenificar un belén laico, ni todos estos inventos modernos que pretenden sustituir a unas tradiciones a las que detestan, pero de las que pretenden ocupar su lugar.
No considero ético, aunque no sé si es este el caso de Valladolid, que haya quienes pretendan que se retiren los crucifijos y otras iconografías católicas de la vista del público en colegios que hayan sido fundados por ordenes o asociaciones religiosas de la misma confesión. En cuanto a los colegios estatales, a mí no me molesta ver un crucifijo en la pared, pero creo que si esto debe suceder en aras del respeto a todas las confesiones, de modo que no prevalezca ninguna en un centro público, tampoco debería darse el caso de permitir a una niña musulmana aparecer con el velo o cualquier otra manifestación que haga “publicidad”, si podemos llamarlo así, de sus creencias.
Me molesta profundamente que quienes pretenden revestirse de laicismo acaben por convertirse en fanáticos de su movimiento antirreligión, al estilo inquisidor pero con ciertos toques modernos. Se puede ser creyente, practicante y laicista a un tiempo. De hecho, y siempre bajo mi punto de vista, creo que es recomendable que los creyentes aboguen por un estado laico y aconfesional, en el que esté contemplada y respetada la libertad de culto. Y una verdadera libertad de culto debe empezar por el respeto del gobierno y demás instituciones hacia todas las confesiones religiosas, sin disculpar desde su posición de poder que el partido que sostiene al gobierno sea el principal promotor de la persecución y escarnio constante contra un sector de la sociedad española tan numeroso como los católicos, sean estos practicantes o no practicantes.
Inevitablemente, de esta polémica que vuelve a primera plana una y otra vez, me queda un cierto sabor a populismo, a pan y circo y a distracción.
Si tan solo hablásemos de los problemas de la educación en España, este ni siquiera sería el menor de ellos porque, en realidad, ni siquiera constituye un problema. Pero conociendo este país, que nos da diez de cal por cada una de arena, espero que todo esto del crucifijo sí, crucifico no, no rebase el listón de propaganda para subir al de necesidad pública. No vaya a ser el juez Garzón se fije en el asunto y exija el certificado de defunción de Jesucristo, califique a Judas como represaliado por los fundamentalistas cristianos, y conceda a Poncio Pilatos el status de objetor por inhibirse de juzgar al Salvador por cuestiones de conciencia.