Desaparecida el pasado Martes 30 de Marzo, Cristina Martín
fue encontrada muerta en un pozo de las afueras de Seseña, provincia de Toledo,
el sábado 3 de Abril. Los exámenes preliminares del cadáver y la posterior
autopsia revelan que la muerte fue muy violenta y motivada por un shock
hipovolémico (pérdida masiva de sangre) causado por severos cortes y heridas.
La principal sospechosa es una
niña de la misma edad que Cristina, apenas 13 o 14 años, compañera de clase,
con la que había discutido y peleado en alguna ocasión, quien ha confesado a la
guardia Civil dónde se hallaba el cuerpo de la desaparecida.
Es comprensible, e inevitable,
que los medios incidan sobre este terrible suceso. Como siempre sucede en estas
ocasiones, los detalles no serán conocidos definitivamente hasta que no
finalice la investigación y no se haya celebrado juicio con sentencia firme. A
la familia de Cristina le espera un largo y amargo camino que solo se hará más
llevadero conforme pase el tiempo y sus allegados asuman y aprendan a vivir con
lo sucedido. Pero las consecuencias de esta nueva agresión y muerte entre
adolescentes llegarán más allá del entorno familiar.
En estos aciagos momentos es
necesario que la sociedad, por medio de legisladores, comunicadores, educadores
y padres, incida en la gravedad de un problema que salta a la vista, cuya
cosecha que recogemos actualmente se sembró en pasadas décadas. La sociedad
entera necesita desesperadamente provocar un giro de 180 grados en la dirección
que ha marcado a las nuevas generaciones camino a la ausencia de algunos
principios y a la “elasticidad” de otros tantos.
Seguramente, la punta del
gigantesco iceberg que constituye este problema esté formada por estos casos de
gravedad máxima que finalizan con la muerte de niños y jóvenes. Pero el resto
de dicho problema, la enorme masa de hielo de ese iceberg que queda bajo la
superficie, más difícil e incómoda de apreciar, es el desmesurado número de
casos de delincuencia, malos tratos a padres y otros familiares, alcoholismo,
drogadicción, absentismo escolar y violencia sexual que, si se cuentan
solamente los casos denunciados, desbordan las fiscalías de menores, centros
asistenciales y asuntos sociales.
No hay peor ciego que quien no
quiere ver. La sociedad española se niega a aceptar la realidad más allá de los
comentarios de vecinos y las demoledoras noticias que, sobre estos casos,
saltan a los titulares casi a diario. Pero los legisladores, los políticos, las
autoridades y las instituciones competentes rehuyen la responsabilidad de
rectificar lo que sea necesario para lograr que nuestros niños y jóvenes
reciban una educación correcta que edifique sus propios principios humanos.
Que nadie se engañe. La culpa de
lo que sucede no corresponde solo a los padres que, en casi completa dejación
de funciones, han permitido que la televisión y las malas compañias sean las
principales educadoras de sus hijos. Otra buena parte de responsabilidad es de los
políticos. Unos, por degradar durante generaciones el sistema educativo que
debería haber formado ciudadanos responsables en lugar de anormales asociales.
Otros, porque no tuvieron la voluntad, o el valor, de rectificar el daño hecho.
Y todos, porque tampoco parecen estar por la labor de estructurar mejor la Ley
del Menor para que los niños y adolescentes culpables de estos crímenes carguen
con sus responsabilidades de otro modo que no sea un castigo más parecido a
unas vacaciones pagadas que a una pena por cumplir para reparar un daño
cometido.
Si en el caso de Cristina Martín
todo es como parece y apuntan las primeras informaciones, estaremos ante el
horrible resultado de una de tantas situaciones en las que un escolar sufre
acoso y acaba por morir a manos de otros. En un par de meses, todo olvidado.
Hasta el próximo crimen.