A los veinte años yo ya había ganado, con todo mérito, una
reputación bien merecida de despistado entre mis familiares, amigos y
conocidos. En mi descargo diré que no se trataba de ese tipo de despiste en el
que a uno tira todo lo que tiene alrededor, o que sufre habituales percances.
No. Mi despiste era de esa clase que te hace quedar mal. Ese despiste que te
aísla cuando caminas por la calle, absorto en tus propias reflexiones, o en las
avutardas sin que éstas estén necesariamente revoloteando cerca.
No se hacen ustedes idea de cuantas veces
me habré cruzado con un conocido, o con un familiar, y no le he saludado, cosa
que se me ha reprochado en abundancia durante casi todos los años de mi vida.
Desgraciadamente, no muchos me han creído cuando he tratado de convencerles de
que si no les he saludado es, simplemente, por que no les he visto aunque les
tuviera ante mi nariz.
Pues bien; una buena mañana de
primavera, mediados los 80s, casi verano, de esas en que la calle huele a
riego, césped y árboles, me dirigía a desayunar algo, nada más salir de mi
colaboración en Radio Zaragoza. Entré en una cafetería de la Calle San
Clemente, busqué mi sitio habitual en la barra y pedí al camarero un batido
frío de chocolate.
No habría pasado ni un minuto
cuando se sentó a mi lado un señor de unos 50 años, alto y bien arreglado.
Cabello oscuro y corto. Gafas. Chaqueta oscura. Sin corbata.
Yo le conocía de algo, pero no podía ubicarle en mi entorno social. “Buenos días”, le dije, por quedar bien. "Buenos días" respondió. “¿Todo
bien?” me interesé por no quedar mal, mientras él pedía un café con leche. “Sí, sí” dijo, mirándome
a través de sus grandes gafas.
Su voz me resultaba familiar.
Pero su cara sonriente era como un aviso de alerta en mi mente. “No le conozco
de la radio – pensé – Así que tiene que un amigo de mis padres o algún conocido
de mi hermano...”
“¿Qué tal todos en casa? ¿Qué tal
la familia?” Pregunté mientras apuraba mi botellín de Cacaolat, tratando de
salir del paso como un campeón...
“Muy bien todos – asintió – mucho
trabajo y buena salud...”
“Me alegro”, contestó el imbécil
que esto escribe. “Dale un abrazo a todos de mi parte. Cuídate mucho. Voy a
casa a descansar un poco” me despedí dándonos un apretón de manos.
“Igualmente. Saludos en casa para
todos”
Y seguí caminando por el Paseo de
la Independencia, dirección Calle Alfonso I, preguntándome quien demonios era
este hombre y porqué yo había heredado de mi madre este tipo de despiste que es
marca de identidad entre mi familia materna.
...
Esa misma noche, Sentado frente a
la televisión, mientras hojeaba un libro, levanté la mirada hacia la pantalla
al oír la voz de aquél “conocido” de mis padres o de mi hermano. Era Antonio
Ozores, en una de aquellas memorables intervenciones del Un, Dos, Tres, junto a
Mayra Gómez Kemp. Programa que se grababa de lunes a miércoles.
¿Para qué iba yo a explicar a mis
padres que había desayunado esa mañana junto a él y que me había dado recuerdos
para todos...?