Puede escuchar el texto al final del artículo
En los últimos dos días he visto la
bandera del orgullo gay en tres ayuntamientos, a todas horas en televisión y en
muchas noticias de diarios digitales. Y cuanto más la veo y atiendo a las
noticias, más ideología de imposición y desigualdad percibo. Cada año que pasa,
en lo único que progresan los colectivos participantes es en prohibir
asistencia a sus desfiles a ciertos partidos políticos y en imponer un modo de
pensar y de vivir incluso a los homosexuales que no se identifican con esas
mascaradas que recorren las calles haciendo el más completo ridículo.
Así que lo único que me sale sobre el
asunto en estos días de “celebración” y esperpento es reiterar mi posición como
cristiano y practicante de mi religión.
No apoyo la homosexualidad en ninguna de
sus formas. Tampoco la persigo. Me han acusado de ser intolerante por no
aceptar lo que no acepto; y estoy harto de explicar a inanes intelectuales que
tolerancia no significa necesariamente aceptación. Tolerancia es no
interferencia. Sin más. Pero como citó Edmund Burke, hay un punto en el que la
tolerancia deja de ser una virtud. Por eso me declaro abiertamente anti
ideología de género. Porque tal ideología no es otra cosa que un estudiado
sistema de imposición y liberticidio disfrazado de defensa de libertades. Y en
los últimos días, cada vez que veo un
símbolo LGTB solo percibo imposición.
Hoy prefiero recordar un curioso debate
que mantuve hace años con un gay que defendía la transexualidad. Usé sus mismos
argumentos y el debate terminó en cuestión de minutos. Esa es una de las
características de las ideas totalitarias. Sus argumentos solo son válidos para
aplicarlos a los contrarios. En tales condiciones, el debate jamás puede
existir.
Publicado el 2 de noviembre de
2008
Seguramente
me darán palos por explicar mi postura ante lo que voy a contar. Pero la
situación que relataré aquí no deja de ser llamativa, y mi postura es hoy la
más perseguida en cualquier debate público.
Creo que
hay una diferencia enorme entre querer imponer a toda costa una forma de
pensar, y defender lo que uno cree, compartirlo y respetar la libertad de
opción de los demás. El problema es que en esta época de casi absoluto
relativismo que nos toca vivir, la persona que pretenda tener y conservar
principios morales tiene la batalla perdida contra quienes procuran que
absolutamente todo sea admisible, recomendable y moderno, sin importar
las consecuencias.
Esta
semana se dio una situación bien curiosa. Por un motivo que no viene al caso,
estuve conversando con algunas personas que me propusieron trabajar en un
proyecto de voluntariado. No sé exactamente como derivó la conversación hacia
el tema de la homosexualidad y los homosexuales que quieren recurrir a la
cirugía para "cambiar de sexo", pero el caso es que el debate se
planteó muy interesante.
Uno de
los participantes es homosexual confeso y orgulloso de serlo. Le llamaré Carlos
desde ahora. Vive con otro hombre. Son pareja desde hace años. Soy consciente
de que han tenido que soportar mucho rechazo y muchas burlas por el tipo de
vida que decidieron seguir, pero creo que Carlos ha caído en la trampa de
convertirse en el extremo opuesto – y, por lo tanto, igual – a quienes le han
insultado desde hace tanto tiempo.
Y es su
extremismo el que le hace perder la respetabilidad que pretende conseguir.
Cuando
otro de los que participaban en aquella improvisada charla dijo que estaba
totalmente de acuerdo con que un homosexual se “cambiara de sexo” para
convertirse en una mujer, prácticamente todos estuvieron de acuerdo. Todos
menos yo, que aclaré mi postura.
Lo que yo
expuse fue que una persona es libre de vivir su sexualidad como quiera, pero
esa libertad no le da la autoridad de hacer ver a los demás algo distinto de la
realidad. Carlos contestó que yo era un simple homófono y un estrecho de miras.
No había oído mi intención de respetar la libertad de un homosexual que quiera
imitar al sexo femenino. Tan solo se había quedado con mi reticencia a
compartir su punto de vista.
“Te voy a
ser muy sincero”, le contesté. “No considero que yo sea un homófono. No conozco
a ningún homosexual que me dé miedo, que es el verdadero significado de esa
palabra que ahora se emplea como una consigna ideológica.”
“Tú
puedes pensar lo que quieras y como quieras. Tu libre albedrío para elegir es
el principal don que te dio ese Dios al que maldices tantas veces porque le
reprochas que te hiciera nacer en un "cuerpo equivocado". ¿Nacer en
un cuerpo equivocado? Me parece el argumento más incoherente y relativista de
este principio del siglo XXI. Todos hemos nacido en un cuerpo equivocado, si
nos da la gana, hombre.”
Carlos me
contestó con toda una serie de tópicos absurdos, de esos que solo convencen a
los que desean desesperadamente ser convencidos. Que hay hombres que se siente
mujeres. Que están en su derecho a que el estado les financie las operaciones
necesarias para “ser mujeres”, y sobre todo, que si él mismo decidía algún día
“ser una mujer” yo tendría que respetarlo. Porque la naturaleza se había
equivocado y él tiene que ser una mujer.
“No me
comprendiste en nada” le contesté. “Tú tienes la libertad de hacer lo que
quieras y de creerte lo que quieras. Puedes fingir ser lo que quieras fingir. Y
eso es lo que harás, si decides operarte y tomar hormonas: fingir. Nunca serás
una mujer. Por mucho que lo diga tu nueva documentación y los implantes de
silicona que quieras ponerte. Por mucho que te animen los demás y te sigan la
corriente, y te digan que eso es normal y bueno hoy día. Seguirás siendo un
hombre. Un hombre que prefiere a los hombres, si quieres. Pero ten en cuenta
que, por mucho que te disimules, por mucho que cambies tu comportamiento, eres
un hombre y lo que haces no es descubrir tu “lado femenino”; estás negándote a
ti mismo. Estás en tu derecho de hacerlo, pero no puedes exigir a los demás que
crean que eres lo que nunca podrás ser.”
Lo demás
que estaban participando en esa especie de debate callaron; cosa que considero,
cuando menos, revelador. Por lo menos les había hecho reflexionar, al margen de
lo que sintieran. Y si alguno de ellos creyó que mi comportamiento era
coherente, fue un cobarde por guardar silencio.
“Eres un
homófono. Eso es porque tu Dios te enseña a despreciarnos.”
“No” – le
aseguré. “Eso es lo que tú necesitas que yo sea, para justificarte y arroparte
en tu victimismo.”
“Dios me enseña
que Él aborrece el pecado, pero ama al pecador. Me enseña que no debo juzgarte,
porque yo no soy mejor que tú para juzgar nada. Y me enseña que lo que haya
entre tú y Él no me atañe. Y esas enseñanzas no están en contraposición a mi
postura de usar mi libre albedrío como Él lo haría. Pero yo no estoy
obligándote a que dejes de hacer algo que a mí no me gusta, lo que hago es
explicarte que ninguno de tus argumentos se sostiene, cuando pretendes reforzar
tu posición.”
“Estamos
en el siglo XXI – contestó – el mundo ya no puede seguir funcionando con ideas
como las tuyas”
Poco me
faltó para decirle que el mundo nunca había querido funcionar con ideas
como las mías, pero preferí traerlo a mi terreno. No para que me diera la
razón, sino para que entendiera que los que no tragamos con tanta imposición de
lo políticamente correcto y lo aceptado con calzador, no tenemos por qué decir
amén a todo lo que quieran imponernos otros con su totalitaria ideología de
género.
“Está
bien. Tú puedes pensar ser lo que no eres. Estás en tu derecho. Pero tendrás
que estar de acuerdo conmigo en que yo quiera el mismo derecho para mí”
“Yo
también nací bajo una condición equivocada, ¿sabes? He sufrido mucho, desde
hace años, porque siento que debería ser alguien muy distinto a lo que soy.
Siempre me vi a mi mismo como el heredero de una inmensa fortuna. No un
trabajador, como ahora. Dios se equivocó conmigo. Y la naturaleza también,
porque en lugar de medir un metro y setenta y ocho, yo debería ser de alto como
un metro noventa y cinco. Además, quiero ser inmensamente rico. ¿Por qué no
nací en la familia Rockefeller? Quiero que mi apellido aparezca como
Rockefeller en mi documentación. “
“No me
acepto a mí mismo. Pero quiero que vosotros aceptéis lo que yo pretendo ser.
Tenéis que tratarme con la misma deferencia y peloteo con que se trata a los
multimillonarios. ¿Por qué no me invita el alcalde a una recepción? El estado,
para que mi salud mental no sufra, debería poner los medios para que yo pueda
ser lo que quiero ser. Una casa inmensa, personal de servicio, una limousine,
helipuerto. Y una cuenta corriente de siete u ocho ceros. Me niego a mí mismo,
pero eso no es tan importante como lo que yo quiero parecer para que el mundo
me trate de ese modo”
¡¡¡Pero
eso es una locura!!! – Exclamó Carlos.
"…exactamente,
Carlos. Una locura." Contesté.
Y ahí
finalizó el debate y la reunión. Después, en plena calle, seis de los ocho
asistentes a la reunión me confesaron que estaban de acuerdo conmigo. Cuando
les pregunté por qué no habían hablado, la respuesta fue unánime. Les
preocupaba lo que los directores del proyecto pudieran pensar.
Desgraciadamente,
ésta suele ser la actitud de la mayoría de los que no aceptan la ideología de
género; la cobardía para defender sus propios principios. Y los promotores de
esta aberrante ideología conocen bien esa debilidad. por eso tienen tanto
éxito.