Hay noticias que, más allá de impactarme, indignarme y entristecerme, me hielan la sangre.
Para un creyente de mi iglesia como yo, que procura vivir en lo posible bajo los preceptos de aquello en lo que cree, la mujer es la primicia de la creación. No es una postura feminista. Ni falsamente modesta de un hombre. Creemos que la mujer tiene unos talentos y aptitudes especiales que la capacitan para ser madre, no solamente en el aspecto fisiológico. Madre. Uno de los papeles más importantes de este mundo.
Me duele profundamente ver el maltrato y el uso generalizado hacia la figura femenina, tolerado generalmente por dinero. La hipocresía de los medios y de las feministas, que se pierden en disquisiciones que no llevan a ninguna parte, mientras cualquier anuncio de automóviles, de galletas o de cualquier otra cosa que no viene al caso utiliza la sensualidad y la sexualidad encubierta para vender el producto. Pero si occidente ha perdido el norte hace ya mucho tiempo, creo que hay otras partes de este mundo que no lo han tenido nunca.
El machismo superlativo, el más absoluto, denigrante y asesino, se localiza siempre en los mismos lugares. No admite comparación con cualquiera de estos países donde vivimos, en los que se dan miles de casos de algún tipo de violencia contra la mujer, como es el caso de España. Países donde los derechos de la mujer tienen mucho que avanzar todavía, a pesar del machismo encubierto de algunos, las posturas denigrantes de algunas feministas y el creciente fenómeno de denuncias falsas sobre malos tratos. Pero el machismo absoluto, el que maltrata y mata porque el hombre piensa que su propia madre, su hermana, su esposa y cualquier otra mujer es un ser inferior según su dios, es el que mata institucionalmente. Es el machismo religioso que enseña a sus pequeños cuán afortunados son por nacer varones, y a sus pequeñas cómo de sumisas deben ser ante el hombre; el ser superior.
Con semejante base, apoyada en una religión que no me merece ningún respeto por los motivos anteriormente expuestos, me extraña lo indecible que tan esporádicamente salte una noticia como la que he leído hoy y de la que no pienso poner ni un link ni una sola ilustración. Me basta con comentar que, en Somalia, han vuelto a lapidar a una mujer. Esta vez, un niño murió también al correr hacia ella, cuando los agentes de la “ley” abrieron fuego contra él, por querer protegerla.
Digo que me extraña porque, en sociedades como aquella, todo se rige por las leyes más atroces que pueda uno imaginar. Si una mujer es violada y quiere denunciarlo ante el tribunal islamista, debe presentar testigos de la violación. Si. Testigos. Cualquier marido puede repudiar a su esposa, acusándola además de adulterio, con lo que se asegura de que acabe muerta y deje de ser una carga. Las niñas a partir de doce a catorce años, dependiendo del país, deben obedecer al padre si este pretende casarlas, o comerciar con ellas a cambio de una dote. Si se niegan, pueden pagarlo con su vida.
Esta es la religión que desprecia y prohíbe a las otras en su país, y que pide derechos en el extranjero. La religión del degüello, el ahorcamiento y la mutilación, la lapidación y la muerte.