
Esta mañana, después de volver del paseo con mis perros y terminar unos ejercicios de matemáticas con mi hija, he aprovechado un poco de tiempo libre para repasar los vídeos descargados de Internet que guardo en un HD.
Una de estas descargas de You tube, en varios cortes, es el debate Pizarro – Solbes de la pasada campaña de las Elecciones Generales 2008.
Casi un año después, con la economía de más 800.000 familias en colapso y una situación general de destrucción de empleo que no ve un fin próximo, recuerdo los comentarios del día después de aquél debate. La conclusión era que solbes había ganado sobradamente y que Pizarro era un catastrofista más de tantos como había en las filas del PP.
Hasta ahí, consideré normal esa devoción partidista que casi ponía al Vicepresidente Solbes en los altares. Desde periodistas entregados, que le consideraban un ministro sólido y confiable, hasta gentes que vieron en el debate televisado la confirmación de que Pizarro no era más que un arrivista que cobraba enormes sueldos de empresas privadas. Tal y como está de envenenado el clima social en España, no se podía esperar otra reacción. El caso es que al día siguiente era fácil ver en muchos un desbordado optimismo, porque consideraban probado que no habría crisis ni recesión. Tan solo un “reajuste”.
La constatación de las mentiras de Solbes y del responsable definitivo, Rodríguez Zapatero, está ahora ante nuestros ojos. España ofrece a Europa unas cifras como para echarse a temblar. Lo que era una mentira de quienes tenían que “arrepentirse” de la guerra de Irak y del Franquismo, que solo convencía a ignorantes, es desde hace mucho tiempo una verdad aplastante, que agobia a muchos ciudadanos hasta el punto de perder sus empleos y sus hogares. Los balances que los bancos no quieren mostrar, seguramente para no mostrar el resultado de su propia y consentida codicia, son abrumadores. El índice de morosidad crece a ritmo de pesadilla. Millones de trabajadores contratados han perdido su trabajo o están en trance de perderlo. Para los autónomos, el panorama es más oscuro aún, gracias a la ignorancia de todos los gobiernos españoles, los cuales han preferido tratar a esta importantísima parte del tejido industrial nacional como delincuentes en potencia. Hoy día, un autónomo en paro depende de sus propios ahorros y seguros privados, dado que apenas tiene derecho a bajas ni prestaciones.
El desencanto hacia la clase política y gobernante es generalizado; pero la ciudadanía no reacciona porque no sabe, o no quiere, hallar su propia fuerza para ponerles en su sitio. Lo que muchos intereses han pretendido durante tantos años, se ha conseguido. La sociedad española es como el enfermo que no para de quejarse, sin reconocer que buena parte de su curación está en su propia voluntad.
Me gusta esa frase que expresa que una mentira llega a ser una verdad a fuerza de repetirla. Tal y como están las cosas, sé de unos cuantos que casi la citamos a diario. Lo que estamos viviendo ahora, las más de 800.000 tragedias familiares que están sucediendo en este momento, tiene todo el aspecto de ser solamente la punta del iceberg del problema económico, laboral y social en el que estamos inmersos.
Ayer en la noche escuché un programa de radio en el que varios oyentes confesaban que, o bien desde que se habían quedado en paro, o bien (esto es lo que más me impactó) desde que habían tenido que reducir su status y dejar de aparentar una riqueza que realmente no tenían, habían decidido acudir a consultas de psicólogos para encontrar consuelo; lo que me ratificó los datos que anunciaron en otro programa de semanas atrás, que se desvelaba esta nueva realidad de inseguridad del individuo frente a las dificultades. Curiosamente, las edades reflejadas en aquél estudio y en la totalidad de las llamadas de anoche coincidían con una generación que, coincidiendo su llegada al mercado laboral con el despegue económico de la primera legislatura de Aznar, había vivido una década de bien estar y de fácil consumo. Hoy día, algunos de estos casos se sentían inseguros y temerosos no precisamente por haber perdido aún su empleo, sino por tener que restringir sus gastos superfluos hasta reducirlos a la nada y por atener que consumir marcas blancas de alimentación y no poder elegir los caprichos a los que se habían acostumbrado.
Parece que esta terrible crisis hace salir a la superficie lo peor y más recóndito del carácter de esta sociedad. Así como la persona que basa su vida en convicciones firmes y correctas suele ser más fuerte a las adversidades, quienes están vacíos de principios son, a menudo, los primeros en caer por ser más débiles interiormente. Tenemos a mano estos días el terrible ejemplo del millonario alemán que, habiendo perdido su patrimonio, decidió suicidarse; pero, sin acudir a casos tan graves, podemos comprobar cómo las consultas de psiquiatría de la seguridad social soportan ahora una sobrecarga de trabajo motivada, en muchos casos también, por esta angustia casi generalizada.
En aquél programa de hace un par de semanas hubo una llamada en concreto que captó mi atención por una frase que dijo la oyente, tras explicar al locutor hasta qué punto se habían tenido que ajustar el cinturón en su casa. No habló de pasar hambre, ni de dificultades para comer todos los días, ni de ausencia de otros servicios básicos. Para ella, la tragedia pasaba por no poder salir a cenar fuera de su casa los sábados y no quedar con sus amigas para ir a beber algo en alguna cafetería. Lo que para muchos no constituye un problema, a ella le parecía lamentable, según su escala de valores. Finalizó su intervención en el programa dejando un comentario en el aire:
“Lo peor de todo es cómo ocultar a nuestros hijos que tenemos menos dinero…”
Triste modo de ver un problema y mal principio para identificarlo y enfrentarlo. Bajo mi punto de vista, entra dentro de la responsabilidad de los padres enseñar a los hijos, tanto en buenos como malos momentos. No creo que ocultar la realidad sea el mejor método para que los jóvenes adquieran experiencia. En los momentos difíciles también hay oportunidades de progreso.
En estos momentos, más que nunca, tengo la profunda sensación de que esta sociedad se vendió por un plato de lentejas y se dejó engañar a sabiendas de lo que estaba por llegar. Pero me preocupa por igual el regusto amargo que me queda, cuando pienso que a quienes engañaron y mintieron – y que con ello fomentaron la división y la enemistad dentro de la nación – todo esto les va a salir gratis.
Ojalá me equivoque.