
Hace casi diez años un amigo y yo estábamos comentando cómo habían ido degenerando algunos canales de televisión en un “todo por la audiencia” que, paso a paso, derrumbaba los límites de la decencia que toda sociedad se impone para asegurar el bienestar del individuo.
Eran años ya sucios, con un Sardá recién encumbrado, junto a su tropa de histriones y degenerados, que contemplaba desde la gloria al recién caído Pepe Navarro. Años en los que yo oía conversaciones de algunos niños y adolescentes que se quedaban viendo televisión, con la connivencia de sus padres, hasta las mil de la noche, para relatar al día siguiente, en el colegio, lo que habían dicho y hecho Coto Matamoros, Yola Berrocal, Paco Porras o cualquiera de aquellos ídolos del absurdo que Telecinco creó para regodeo de tanto espectador mediocre.
Todavía no existía el “Aquí hay tomate”, programa de culto para quien entienda la televisión como máquina de inventar exclusivas, manipular informaciones y dar cancha a parásitos y chorizos, pero Gran Hermano ya llevaba rodando un par de años, entre admiradores y detractores, programas debate con Mercedes Milá y ex concursantes que posaban para Interviú y fingían pelear entre ellos en los programas de la tarde, franja horaria que, en otro tiempo, se respetaba para la programación infantil.
Pues fue hace casi diez años que, conversando de todo aquello con un amigo, frente a una Pepsi con hielo, yo le aseguraba que no tardaría ni veinte años en hacerse realidad el argumento de una de aquellas películas de acción de los 80, que pasó por la cartelera sin pena ni gloria, en la que el protagonista, condenado en prisión, tiene que participar en un programa de televisión en el que unos cazadores armados tienen que perseguir y abatir a otros tantos presos a los que se les ha permitido ocultarse en una ciudad abandonada. En aquella película, creo que de Arnold Swarzenegger, la audiencia del programa estaba enfervorecida por el espectáculo de
En cierto sentido, el fondo de aquella conversación no dejó de ser una exageración, pero con un cierto tinte de temor al acierto, dado el rumbo que tomaban entonces algunas televisiones; rumbo que no abandonaron hasta años después, cuando la audiencia pareció estar ya saturada de la misma porquería y las demandas judiciales se contaban por docenas. Había que buscar nuevas formulas. En el transcurrir de estos años hemos retomado aquella conversación más de una vez, cuando la actualidad nos ha dejado noticias tales como los intentos de algunos canales de televisión en el extranjero que han pretendido ofrecer programas de contenido altamente nefasto, todavía más allá que la pornografía.
Seguramente está en el recuerdo de todos aquél tipo asiático que quería comerse en directo a un bebé asado, o al doctor forense que se ofreció para televisar, en horario de máxima audiencia, una autopsia con todo lujo de detalles. Todo esto sucedió durante esta década que está por terminar. Ambos, mi amigo y yo, coincidimos en que cuando se quiere embrutecer a la gente, es más efectivo hacerlo poco a poco, en lugar que escandalizar de golpe. Si hace veinte años nos hubieran dicho que una asidua y polémica concursante de realities quiere vender su enfermedad y muerte en directo, nos hubiéramos subido por las paredes. Ningún canal se habría atrevido a firmar el contrato. Hoy, esta mujer, su enfermedad y su próxima muerte están en venta. Y el representante que trabaja para ella, el mismo que ya ha conseguido cientos de miles de libras a los dos niños ingleses que han sido padres recientemente, ha contactando con productoras y canales de TV para ofertar
Prácticamente diez años han bastado para pasar del experimento sociológico que Mercedes Milá defendió con vehemencia, hasta llegar a plantearse cuánta audiencia puede proporcionar la agonía de una enferma de cáncer, con el patrocinio de las mejores marcas del mercado. Nos han aderezado el tránsito, de una cosa a otra, con series infantiles que promueven la violencia, el sexo y la rebeldía, programas de bronca diaria entre mangantes, trepas y ladrones por protagonistas, duelos mediáticos a las puertas de los hogares donde agonizaban artistas de toda la vida, entrevistas a busconas y buscones que venden sus vidas y las de cualquiera que hayan conocido, Broncas familiares captadas por cámaras supuestamente ocultas… todo ello en defensa de la libertad de información.
Y más de uno se lo ha creído.