
Cada vez que sucede un atentado de la banda asesina me pregunto si a algún político español aún le queda alguna duda sobre la utilidad de dialogar con la banda asesina.
ETA nació hace cincuenta años. En aquél principio contaba con ciertas simpatías en España y en el extranjero. Muchos antifranquistas aplaudían en secreto los asesinatos contra guardias civiles, policías, militares y gentes del régimen. Posteriormente, durante la transición y los primeros años ochenta, ETA quedó en evidencia. No era un grupo armado liberador de nadie, Se trataba de una banda cuyos miembros le habían tomado el gusto a vivir en la clandestinidad, a matar y a escapar aquella Francia que les daba un status prácticamente de exiliados políticos.
La coartada del antifranquismo, como causa, cayó durante la transición, revelando claramente las intenciones de los terroristas desde el principio: desbancar al Partido Nacionalista Vasco, al que consideraban un partido blando, burgués e incapaz de conseguir la independencia de las Vascongadas. Pero poco importó a los simpatizantes “demócratas” de los asesinos que estos hubieran perdido la aureola de héroes. ETA siguió asesinando, Herri Batasuna, su brazo político, continuó con su táctica del terror convirtiendo los pueblos y ciudades vascas en lugares donde la libertad solo existía para los independentistas, y el PNV asimiló su posición de ambigüedad frente a los asesinatos.
Desde aquél entonces hasta hoy, invariablemente, ETA ha seguido matando. De nada han servido las negociaciones de los gobiernos españoles con la banda asesina. De nada sirvió la guerra sucia, fracasada casi desde el principio por estar puesta en manos de inexpertos que se desenmascararon como ladrones. En esta primera década del siglo XXI España ha vivido los años más extraños de toda esta historia de terrorismo. Desde la lucha legal y policial constante de los gobiernos de Aznar, que casi acaba con la banda terrorista como tal, hasta la salvadora e incomprensible negociación de Zapatero, durante su primera legislatura, que no solo dio tiempo a ETA para reorganizarse, sino que también provocó una fractura social sin precedentes en la convivencia política nacional, llegando el gobierno y su partido a calificar a la oposición y a quienes criticaban el dialogo con los asesinos como agitadores y crispadores.
Muchos nos preguntamos ahora cuál es al diferencia entre quienes Zapatero y sus partidarios calificaban “como hombres de paz y dialogantes dispuestos a esforzarse por una solución al conflicto vasco” y los que rompiendo aquella nueva tregua trampa, han seguido asesinando desde entonces. Qué diferencia existe entre los que ahora son tachados de asesinos sanguinarios y contra los que caen amenazas de todo el peso de la ley si son capturados, y los que entonces eran mejor vistos, en detrimento y agravio de las víctimas del terrorismo, quienes también fueron despreciadas y relegadas al bando de los intolerantes por el gobierno socialista, su partido y sus medios de comunicación afines.
No existe ninguna diferencia. Son los mismos criminales de siempre. Sanguinarios y sociópatas, a los que ahora sí conviene marcar como enemigos de la sociedad aunque, no hace tanto tiempo, se les permitió volver a los ayuntamientos y parlamento vascos a costa de un pacto antiterrorista roto por el traidor Rodríguez Zapatero, arropado por su armada mediática y sus simpatizantes, que facilitó a ETA el disponer nuevamente de derechos, financiación y datos que corresponden a cualquier otro partido político.
Estoy convencido de que lo que llevó al gobierno socialista a romper la negociación con los criminales no fue el “accidente”, tal y como lo calificó Zapatero, en el que una bomba mató a dos personas en el aeropuerto de Barajas. Si algo decidió al Presidente del Gobierno y a su gabinete a volver a la lucha contra ETA fue la pérdida de popularidad del Partido Socialista antes de las Elecciones Generales de
Hoy, observando las imágenes del funeral por los dos guardias Civiles, victimas ayer del último atentado de los terroristas, el único sentimiento que ha sobrepujado a la tristeza y compasión por los fallecidos y sus familias ha sido la frialdad que me ha provocado ver a Rodríguez Zapatero presente ante los féretros de los asesinados.