
“Los hombres son malos. Siempre pegan a las mujeres y nunca les pasa nada”.
Así de categórica fue la frase que me hizo girar la cabeza para mirar a la adolescente que acababa de hablar. Estaba sentada junto a varias amigas, en el hall de espera de una entidad bancaria, mientras esperaban a una mujer, probablemente la madre de alguna de ellas, que estaba delante de mí en la fila de atención al cliente.
Varias cosas llamaron mi atención sobre ese comentario. La generalización de la maldad, como si fuera intrínseca al género masculino; concepto este impulsado desde el feminismo extremista y la progresía de los mensajes sociales vacíos, pero pegadizos. En consecuencia, los hombres “siempre” pegamos a las mujeres. Supongo que en todo momento, y en todo lugar.
Semejante razonamiento de cerebro púber quedó coronado por una frase definitiva. “nunca les pasa nada”; lo que debe significar que los hombres, a pesar de golpear constantemente a las mujeres en casa, en la calle, en el supermercado, y hasta durmiendo la siesta, no pagamos nunca las consecuencias de nuestro despreciable comportamiento.
Según pude comprender de la conversación entre aquellas muchachas, todo venía a propósito de un nuevo crimen en el que el hombre había apuñalado a la mujer hasta matarla. Desgraciadamente, la tónica semanal, y a veces diaria, de la vida social española. Una de ellas llevaba en la mano una revista en la que estaban leyendo un artículo sobre dicho crimen, y leía en voz suficientemente alta el titular. “Nuevo caso de violencia machista”, lo que me hizo recordar una conversación que tuve, hace años, con un amigo al que algunas veces he nombrado en este blog.
Un día comentábamos, no recuerdo bien el motivo, un episodio terrible en el que un hombre amenazó reiteradamente con matar a su ex esposa, ante la inacción de las autoridades. Finalmente, ese desalmado la roció con gasolina y la prendió fuego. Ella murió a las pocas horas, como consecuencia de las quemaduras. Como no podía ser de otro modo, los medios hablaron del asunto durante muchos días, y especialmente en algunos de ellos, y especialmente también algunas presentadoras, nombraron hasta la saciedad el manido concepto “violencia machista”.
Ambos nos hacíamos las mismas preguntas: ¿Por qué, cuando un gay agrede a otro, nadie habla de violencia homosexual? ¿Por qué no se habla de violencia lésbica cuando una lesbiana insulta o golpea a otra? ¿Por qué, si el hombre maltrata, es violencia machista, pero los demás casos son invariablemente violencia de género?
Los dos llegábamos a las mismas conclusiones: Por que a quienes se cuestionaran en publico tales cosas se les acusaría de “homófobos”. Por que lo despreciable, hoy día y en ciertos círculos, es lo masculino. Porque el lobby gay de los medios, capitaneado por algunos presentadores y colaboradores homosexuales que, en los horarios protegidos, hacen publicidad y loa de sus tendencias sexuales y gusto por los escándalos hasta la saciedad, arremetería sin tregua contra quien se atreviese a denunciar tales agravios. Y, en definitiva, porque todos estos han ido consiguiendo poco a poco pero sin pausa, que los heteros debamos estar avergonzados por ser heteros y si, además, somos hombres, ni siquiera deberíamos salir a la calle sin pedir permiso.
Salí del banco con una incógnita dando vueltas en mi cabeza. Si estas muchachas piensan así a los quince años, ¿qué opiniones tendrán cuando sean adultas?
Lo que si tengo muy claro es que, como el machismo, este feminismo mezclado con homosexualismo victimista y mediático no es la mejor receta para fomentar la convivencia y la educación entre hombres y mujeres.
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